lunes, 25 de marzo de 2019

Y llegó un mago

De causalidad (sic), estos dos panas se encontraron un viernes por la tarde; el uno porque, una vez más, la bienamada, la mujer ansiada, la siempre esquiva, lo había plantado cuando se suponía que verían una película (que ella además había sugerido con entusiasmo); el otro porque no quería llegar todavía a casa y andaba pensando vainas sentado en una acera de ese mismo centro comercial donde el otro pana había esperado en vano a la entrada del cine.


El hecho entonces es que Gustavo y Víctor se encuentran y deciden ir por unas cervezas para darle algún sabor al tedio de la vida, o por un “lenitivo de la pesadumbre”, como diría Ramos Sucre. Andaban por ahí en Naguanagua, en un bar que llaman “La Encrucijada”, y cuando ya paladeaban sus birras apareció la bella Isabel (aunque más bella que de costumbre, porque había andado en otra inútil entrevista de trabajo, para variar), quien se iba a encontrar allí con su amiga Virginia para eso mismo de los lenitivos y conjurar de alguna manera un día infructuoso y torcido.



Así que terminaron los cuatro celebrando aquello de los “encuentros a deshora, los verdaderos”, como diría Cortázar, y salieron un rato del bar a fumar sentados en una propicia acera, que es como otra extensión de la barra de aquel lugar. Aquí es oportuno describir un poco a aquellos tertuliantes, ya que a causa de la facha de uno de ellos se les apareció un mago, no de esos que salen de lámparas en el desierto, sino de los de conejo en la chistera, uno quien además era aprendiz de chef y andaba esa tarde de viernes caminando por ahí con un amigo y enfundado en su, digamos, chaqueta de chef, es decir, eso que recién me enteré le llaman “filipina”. 






Bueno, volviendo a lo de las fachas, ambas amigas andaban hermosas y desenfadadas con sus cabellos enrulados y sus risas contagiosas y besables; Gustavo asumía su flaco desgarbo de bohemia, pero vistiendo una de sus mejores camisas a causa de aquella que no llegó y con la que aún sigue pendiente, esperando el día… En cuanto a Víctor, si algo siempre sobresaldrá de él, aparte de su cabeza al rape y su poblada barba, son los tatuajes profusos “en su piel canela” (esto es, afrodescendiente, ergo negra) y entre todos sus tatuajes uno en particular sobre la parte externa de su antebrazo: los cuatro ases de la baraja.



Y fueron esos cuatro ases tatuados aquello en lo que reparó el mago-chef que pasaba por ahí y quien sucede que se había hecho la promesa en la vida de que donde viera una baraja o su ilustración o su alusión, allí pues se detendría a hacer su acto de magia; así que la piel de Víctor era la señal esperada aquella tarde en aquel corro de amigos encontrados a deshora, pero menos tristes por eso mismo.



El mago, en principio, había pasado de largo, pero de inmediato volvió y se les presentó, explicando la sorpresa de aquellos ases tatuados de Víctor y que quería hacerles unos trucos y que disculparan la intromisión, pero que esos naipes en la piel del pana eran una señal… 



Los muchachos, al momento, temieron algo, Gustavo pensó en los celulares y Víctor se abrió un poco por si el acompañante del “mago” sacaba un arma, las muchachas en cambio, inmutables, risueñas, aspiraron, esparcieron la humareda y entraron al circo, pues aquel tipo era en verdad un mago vestido con filipina de chef, y acto seguido sacó un mazo de cartas y procedió a abrirlas en abanico para el primer truco de la tarde.


De aquel hecho yo tengo las versiones complementarias de Gustavo y Víctor, pero no la de las hermosas amigas, que bien habrían podido pasar por las atractivas y distractoras asistentes del mago, aunque Gustavo dice que ellas fumaban y reían divinamente, embebidas en otra magia, mientras el mago desplegaba las cartas, pero de cara a él, y les pedía que tomaran una y, sin verla, la colocaran bajo un zapato, que la pisaran allí hasta que les dijera. Este es el truco que en particular recuerda Víctor, precisamente porque tras la cháchara del mago-chef resultó que las cuatro cartas pisadas eran, señoras y señores, los cuatro ases tatuados en Víctor.






El truco que recuerda Gustavo puede tomarse como el de la despedida, aunque él insiste en que fue el primero, porque entonces el mago abre el abanico de cartas, pero ahora de cara a ellos, y les pide que con el dedo señalen una carta y que la recuerden, digamos el 3 de diamantes, el 9 de picas, el rey de corazones… luego el mago rehace el mazo y comienza a barajar, pero tan atolondradamente, mientras les comenta sobre su afición por la alta cocina, que las cartas se le escapan de las manos y se desparraman por todo aquello, y el mago se disculpa y las va recogiendo por aquí y por allá, hasta que solo quedan cuatro (que yo me figuro cercanas a cada uno de aquellos amigos reencontrados) y pues eran, damas y caballeros, las cuatro cartas escogidas…



Tal vez fueron cinco los trucos aquella tarde, o tres al menos, por aquello de la trinidad y la tendencia al infinito, como decir “mil y una”, en todo caso de ese otro truco nadie recuerda los detalles, o el mago lo quiso así, como diría Víctor, ya que el ardid de feria, o la magia, para hablar de lo más trascendente en aquel mago vestido de filipina: “Éramos nosotros, menos tristes...”, como diría Gustavo por aquello de toparse a deshoras con otros afectos zaheridos y acabar el día con un tanto más de esperanza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Otra Mafalda que anda por ahí

“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los ...