El hecho entonces es que Gustavo y Víctor se encuentran y
deciden ir por unas cervezas para darle algún sabor al tedio de la vida, o por un
“lenitivo de la pesadumbre”, como diría Ramos Sucre. Andaban por ahí en
Naguanagua, en un bar que llaman “La Encrucijada”, y cuando ya paladeaban sus
birras apareció la bella Isabel (aunque más bella que de costumbre, porque
había andado en otra inútil entrevista de trabajo, para variar), quien se iba a
encontrar allí con su amiga Virginia para eso mismo de los lenitivos y conjurar
de alguna manera un día infructuoso y torcido.
Así que terminaron los cuatro celebrando aquello de los
“encuentros a deshora, los verdaderos”, como diría Cortázar, y salieron un rato
del bar a fumar sentados en una propicia acera, que es como otra extensión de
la barra de aquel lugar. Aquí es oportuno describir un poco a aquellos
tertuliantes, ya que a causa de la facha de uno de ellos se les apareció un
mago, no de esos que salen de lámparas en el desierto, sino de los de conejo en
la chistera, uno quien además era aprendiz de chef y andaba esa tarde de
viernes caminando por ahí con un amigo y enfundado en su, digamos, chaqueta de
chef, es decir, eso que recién me enteré le llaman “filipina”.
Bueno, volviendo
a lo de las fachas, ambas amigas andaban hermosas y desenfadadas con sus
cabellos enrulados y sus risas contagiosas y besables; Gustavo asumía su flaco desgarbo de bohemia, pero vistiendo
una de sus mejores camisas a causa de aquella que no llegó y con la que aún
sigue pendiente, esperando el día… En cuanto a Víctor, si algo siempre
sobresaldrá de él, aparte de su cabeza al rape y su poblada barba, son los tatuajes
profusos “en su piel canela” (esto es, afrodescendiente, ergo negra) y entre
todos sus tatuajes uno en particular sobre la parte externa de su antebrazo:
los cuatro ases de la baraja.
Y fueron esos cuatro ases tatuados aquello en lo que reparó el mago-chef
que pasaba por ahí y quien sucede que se había hecho la promesa en la vida de
que donde viera una baraja o su ilustración o su alusión, allí pues se
detendría a hacer su acto de magia; así que la piel de Víctor era la señal
esperada aquella tarde en aquel corro de amigos encontrados a deshora, pero
menos tristes por eso mismo.
El mago, en principio, había pasado de largo, pero de
inmediato volvió y se les presentó, explicando la sorpresa de aquellos ases
tatuados de Víctor y que quería hacerles unos trucos y que disculparan la
intromisión, pero que esos naipes en la piel del pana eran una señal…
Los muchachos, al momento, temieron algo, Gustavo pensó en los celulares y Víctor se abrió un poco por si el acompañante del “mago” sacaba un arma, las muchachas en cambio, inmutables, risueñas, aspiraron, esparcieron la humareda y entraron al circo, pues aquel tipo era en verdad un mago vestido con filipina de chef, y acto seguido sacó un mazo de cartas y procedió a abrirlas en abanico para el primer truco de la tarde.
De aquel hecho yo tengo las versiones complementarias de
Gustavo y Víctor, pero no la de las hermosas amigas, que bien habrían podido
pasar por las atractivas y distractoras asistentes del mago, aunque Gustavo
dice que ellas fumaban y reían divinamente, embebidas en otra magia, mientras
el mago desplegaba las cartas, pero de cara a él, y les pedía que tomaran
una y, sin verla, la colocaran bajo un zapato, que la pisaran allí hasta que
les dijera. Este es el truco que en particular recuerda Víctor, precisamente
porque tras la cháchara del mago-chef resultó que las cuatro cartas pisadas
eran, señoras y señores, los cuatro ases tatuados en Víctor.
El truco que recuerda Gustavo puede tomarse como el de la
despedida, aunque él insiste en que fue el primero, porque entonces el mago
abre el abanico de cartas, pero ahora de cara a ellos, y les pide que con el dedo
señalen una carta y que la recuerden, digamos el 3 de diamantes, el 9 de picas,
el rey de corazones… luego el mago rehace el mazo y comienza a barajar, pero
tan atolondradamente, mientras les comenta sobre su afición por la alta cocina,
que las cartas se le escapan de las manos y se desparraman por todo aquello, y
el mago se disculpa y las va recogiendo por aquí y por allá, hasta que solo
quedan cuatro (que yo me figuro cercanas a cada uno de aquellos amigos
reencontrados) y pues eran, damas y caballeros, las cuatro cartas escogidas…
Tal vez fueron cinco los trucos aquella tarde, o tres al menos, por aquello de la trinidad y la tendencia al infinito, como decir “mil y una”, en todo caso de ese otro truco nadie recuerda los detalles, o el mago lo quiso así, como diría Víctor, ya que el ardid de feria, o la magia, para hablar de lo más trascendente en aquel mago vestido de filipina: “Éramos nosotros, menos tristes...”, como diría Gustavo por aquello de toparse a deshoras con otros afectos zaheridos y acabar el día con un tanto más de esperanza.






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