Se dice que cierta mañana, inesperadamente, durante las
batallas independentistas, llegó a una apartada choza un muy bien ataviado soldado,
sin duda, un oficial de alto rango. Venía solo y había dejado su brioso caballo
pastando a orillas de una quebrada.
Hacía frío esa mañana, y el inusual visitante llegaba también enfundado en una gruesa capa, pero usando un sencillo sombrero de cogollo. Los dueños del lugar, que se disponían a beber el café, salieron presurosos a recibir a quien, no dudaban, era un importante miembro de los ejércitos criollos y, tal vez, necesitado de ayuda, tal vez herido.
Pero no, aquel hombre caminaba con seguridad y les sonrió diciendo: “Sentí el aroma del café mientras cabalgaba y me gustaría probarlo”. Era una pareja de ancianos zambos que se azoraron mucho por no tener una taza digna de él, así que le dijeron: “Excelencia, perdone, no tenemos en qué servirle”. Y él les respondió cordial: “Basta con una totuma”. Y así aquel oficial pasó a sentarse en el mejor taburete de aquella choza, a petición de los ancianos, y sin decir mayores palabras, comenzó a paladear con gusto aquel café de los caminos.
Hacía frío esa mañana, y el inusual visitante llegaba también enfundado en una gruesa capa, pero usando un sencillo sombrero de cogollo. Los dueños del lugar, que se disponían a beber el café, salieron presurosos a recibir a quien, no dudaban, era un importante miembro de los ejércitos criollos y, tal vez, necesitado de ayuda, tal vez herido.
Pero no, aquel hombre caminaba con seguridad y les sonrió diciendo: “Sentí el aroma del café mientras cabalgaba y me gustaría probarlo”. Era una pareja de ancianos zambos que se azoraron mucho por no tener una taza digna de él, así que le dijeron: “Excelencia, perdone, no tenemos en qué servirle”. Y él les respondió cordial: “Basta con una totuma”. Y así aquel oficial pasó a sentarse en el mejor taburete de aquella choza, a petición de los ancianos, y sin decir mayores palabras, comenzó a paladear con gusto aquel café de los caminos.
Los tres bebieron en silencio viendo el relumbrar del fogón y
disfrutando de su calor, como viejos familiares, como padres junto al hijo amado.
El caballo relinchó fuera y todos volvieron en sí, tras los últimos sorbos de
la oscura infusión con papelón. Entonces, el oficial se incorporó, les devolvió
la pequeña totuma, aún tibia, para luego sacar de una pequeña bolsa de cuero
varias monedas de oro con que les agradeció el gesto.
Después salió al descampado, se volvió a ajustar su sombrero y les dijo afable: “General Bolívar, a la orden”. Este encuentro fue referido una y otra vez por los ancianos, hasta sus muertes, y la pequeña totuma fue atesorada como un cáliz de oro, hasta que se hizo polvo y leyenda.




Un cuento fresco que lo ubica a uno en aquella época.
ResponderEliminarMe agrada la actitud del soldado porque es diferente a lo que uno puede esperar, esa sorpresa entre lo impecable de su atuendo -la presencia de la capa le da un toque fantástico, por un instante es que como si se tratara de un viajero en el tiempo y entonces el sombrero criollo me devuelve a la época, aunque no deja de ser peculiar-. Lo otro es la simpatía del soldado, lleno de ganas de vivir y con la certeza de que el tiempo es para compartirlo se detuvo porque algo tan nuestro como el aroma del café lo llamó y tenía que ser en una totuma donde lo hiciera; la totuma cala como anillo al dedo; un contraste marcado. Me cayó bien el General Bolívar.