Ya que no
tendremos el privilegio de conocer personalmente a Julio Cortázar, ni siquiera
la posibilidad de verlo a la distancia, en tanto él escribe absorto sus cosas,
como lo hiciera un tímido Gabriel García Márquez allá en el París de principios de los
años 60 del siglo pasado, nos queda sí ese otro privilegio de ser sus lectores
consumados, de releer sus cuentos o sus teorías literarias en la esperanza de
ser nosotros también, algún día, escritores con al menos un menudo cuento
atendible y, quizás, inolvidable.
Y es que cuando
un feliz día nos topamos con uno de sus libros, en mi caso una pequeña
antología donde me maravillé con La isla a mediodía, La señorita Cora, La
autopista del sur…, entonces Cortázar pasa a ser un maestro esencial, alguien a
quien releer “con destornillador” (como también diría el maestro García
Márquez) en el afán de dar con su fórmula, con su manera particular de
abstraernos del mundo y sumergirnos, por ejemplo, en la historia de la hermosa y
esquiva Silvia, la corporizada amiga imaginaria de cuatro niños traviesos, pero
tan real y deseable también para nosotros mismos, sus lectores, gracias a que
el Gran Julio logra mantener fuera el mundo de los adultos, con todos sus
grados universitarios, en tanto Silvia es delineada por el fulgor de una fogata
al atardecer, y en tanto los amigos letrados del protagonista lo consideran un
incauto por caer como un tonto en el juego de los niños.
Se dice fácil,
pero sabemos que esto es en verdad de lo más difícil en literatura, y mientras
nosotros seguimos con nuestros afanes y releyendo al Gran Julio para tener consuelo
y esperanza, nos enteramos además de que él imaginó también a los envidiables cronopios,
y de que estos son entre verdes y tibios, no exactamente duendes, sino
personalidades plenamente genuinas dentro de un mundo sometido a las
apariencias del ser y, sobre todo, del tener.
Es decir, dentro
de esa temática del absurdo que el Gran Julio también explotó con maestría
insuperable, surgen los cronopios en oposición a los “esperanzas” y los
“famas”, y nosotros nos preguntamos entonces, bastante preocupados (en el entendido
de que si algo deseamos ahora en el mundo es ser un genuino Cronopio), si
nuestra circunstancia vital nos ha llevado en verdad a ser un aburguesado e insensible
“fama” o un timorato y manipulable “esperanza”.
Julio Cortázar
no lo dice exactamente así, claro, pero podemos inferirlo de esos pequeños
fragmentos, de esas hermosas semblanzas que de estos seres él nos da en ese otro
libro esencial entre sus libros esenciales como lo es su Historia de cronopios
y de famas. Sucede entonces que entramos en conflicto: “¿Cómo se llega a ser un
Cronopio?”, alguien en esencia solidario, supremo valor entre valores,
anárquico, alegre, libre de los dictados de las modas y de los imperativos de
la sociedad de consumo y, ante todo, libre de los prejuicios de raza, religión
o credo político; repito, el Gran Julio no lo dice exactamente así, pero por
ahí parece ir la cosa, en todo caso yo en este momento estoy tratando de
definirlo, procurando llegar al meollo del asunto y dar con esa otra fórmula que
me permita ser también a mí, algún día, un genuino Cronopio, algo así como
alcanzar el nirvana o llegar al satori, para valernos de un referente religioso
más liberal.
Porque sucede
también que cuando uno se entera de esos cronopios cortazarianos y de que en vida
del Gran Julio, y tras su repentina muerte, se entera uno, repito, de que andan
por el mundo de la literatura y entre sus lectores tantos que se autodefinen
cronopios (y que en verdad lo son, para ser justos y no se nos note sobremanera
la envidia), pues yo quiero manifestar públicamente que me la paso releyendo
las alusiones cortazarianas a esos seres, no solo en el libro susodicho, sino
también en esos otros misceláneos como La vuelta al día en ochenta mundos y
Último round, en la esperanza de internalizar esa manera de ser y hacer cronopiana
que el Gran Julio nos confiesa se le reveló en un teatro parisino como si
fueran globos verdes o algo parecido.
Quiero decir que
me la paso como un predicador portando mi libro de los cronopios cual Biblia
para que todos me sepan devoto cortazariano, pero sintiendo en mi fuero interno
que aún me falta mucho para que se diga de mí que también soy un Cronopio, y menos
cuando el sumo sacerdote de esta como religión ya no anda por este mundo para
reconocernos e imponernos su mano y bautizarnos. No me queda entonces más que
seguir releyendo a Julio Cortázar en procura de que llegue a mí la revelación y
ser también, quizás, un gran cuentista algún día, y además ser alguien así como
nos lo describe hermosa e inmejorablemente el Gran Julio:
Flor y cronopio
Un cronopio
encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar,
pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega
alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que
baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo
de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: «Es como una
flor».
Tortugas y cronopios
Ahora pasa que
las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las
esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los
cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de
tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.
Ante esto no me
queda más que confesar que también me gustaría ser considerado, un día entre
los días, como esa flor o como ese benevolente y comprensivo Cronopio que
dibuja golondrinas en las caparazones de las tortugas para que ellas también
participen de alguna manera del vuelo.







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