viernes, 29 de marzo de 2019

Yo también quiero ser un cronopio


Ya que no tendremos el privilegio de conocer personalmente a Julio Cortázar, ni siquiera la posibilidad de verlo a la distancia, en tanto él escribe absorto sus cosas, como lo hiciera un tímido Gabriel García Márquez allá en el París de principios de los años 60 del siglo pasado, nos queda sí ese otro privilegio de ser sus lectores consumados, de releer sus cuentos o sus teorías literarias en la esperanza de ser nosotros también, algún día, escritores con al menos un menudo cuento atendible y, quizás, inolvidable.



Y es que cuando un feliz día nos topamos con uno de sus libros, en mi caso una pequeña antología donde me maravillé con La isla a mediodía, La señorita Cora, La autopista del sur…, entonces Cortázar pasa a ser un maestro esencial, alguien a quien releer “con destornillador” (como también diría el maestro García Márquez) en el afán de dar con su fórmula, con su manera particular de abstraernos del mundo y sumergirnos, por ejemplo, en la historia de la hermosa y esquiva Silvia, la corporizada amiga imaginaria de cuatro niños traviesos, pero tan real y deseable también para nosotros mismos, sus lectores, gracias a que el Gran Julio logra mantener fuera el mundo de los adultos, con todos sus grados universitarios, en tanto Silvia es delineada por el fulgor de una fogata al atardecer, y en tanto los amigos letrados del protagonista lo consideran un incauto por caer como un tonto en el juego de los niños.






Se dice fácil, pero sabemos que esto es en verdad de lo más difícil en literatura, y mientras nosotros seguimos con nuestros afanes y releyendo al Gran Julio para tener consuelo y esperanza, nos enteramos además de que él imaginó también a los envidiables cronopios, y de que estos son entre verdes y tibios, no exactamente duendes, sino personalidades plenamente genuinas dentro de un mundo sometido a las apariencias del ser y, sobre todo, del tener.



Es decir, dentro de esa temática del absurdo que el Gran Julio también explotó con maestría insuperable, surgen los cronopios en oposición a los “esperanzas” y los “famas”, y nosotros nos preguntamos entonces, bastante preocupados (en el entendido de que si algo deseamos ahora en el mundo es ser un genuino Cronopio), si nuestra circunstancia vital nos ha llevado en verdad a ser un aburguesado e insensible “fama” o un timorato y manipulable “esperanza”.






Julio Cortázar no lo dice exactamente así, claro, pero podemos inferirlo de esos pequeños fragmentos, de esas hermosas semblanzas que de estos seres él nos da en ese otro libro esencial entre sus libros esenciales como lo es su Historia de cronopios y de famas. Sucede entonces que entramos en conflicto: “¿Cómo se llega a ser un Cronopio?”, alguien en esencia solidario, supremo valor entre valores, anárquico, alegre, libre de los dictados de las modas y de los imperativos de la sociedad de consumo y, ante todo, libre de los prejuicios de raza, religión o credo político; repito, el Gran Julio no lo dice exactamente así, pero por ahí parece ir la cosa, en todo caso yo en este momento estoy tratando de definirlo, procurando llegar al meollo del asunto y dar con esa otra fórmula que me permita ser también a mí, algún día, un genuino Cronopio, algo así como alcanzar el nirvana o llegar al satori, para valernos de un referente religioso más liberal.



Porque sucede también que cuando uno se entera de esos cronopios cortazarianos y de que en vida del Gran Julio, y tras su repentina muerte, se entera uno, repito, de que andan por el mundo de la literatura y entre sus lectores tantos que se autodefinen cronopios (y que en verdad lo son, para ser justos y no se nos note sobremanera la envidia), pues yo quiero manifestar públicamente que me la paso releyendo las alusiones cortazarianas a esos seres, no solo en el libro susodicho, sino también en esos otros misceláneos como La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, en la esperanza de internalizar esa manera de ser y hacer cronopiana que el Gran Julio nos confiesa se le reveló en un teatro parisino como si fueran globos verdes o algo parecido.



Quiero decir que me la paso como un predicador portando mi libro de los cronopios cual Biblia para que todos me sepan devoto cortazariano, pero sintiendo en mi fuero interno que aún me falta mucho para que se diga de mí que también soy un Cronopio, y menos cuando el sumo sacerdote de esta como religión ya no anda por este mundo para reconocernos e imponernos su mano y bautizarnos. No me queda entonces más que seguir releyendo a Julio Cortázar en procura de que llegue a mí la revelación y ser también, quizás, un gran cuentista algún día, y además ser alguien así como nos lo describe hermosa e inmejorablemente el Gran Julio:






Flor y cronopio
Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: «Es como una flor».





Tortugas y cronopios
Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.



Ante esto no me queda más que confesar que también me gustaría ser considerado, un día entre los días, como esa flor o como ese benevolente y comprensivo Cronopio que dibuja golondrinas en las caparazones de las tortugas para que ellas también participen de alguna manera del vuelo.

lunes, 25 de marzo de 2019

Y llegó un mago

De causalidad (sic), estos dos panas se encontraron un viernes por la tarde; el uno porque, una vez más, la bienamada, la mujer ansiada, la siempre esquiva, lo había plantado cuando se suponía que verían una película (que ella además había sugerido con entusiasmo); el otro porque no quería llegar todavía a casa y andaba pensando vainas sentado en una acera de ese mismo centro comercial donde el otro pana había esperado en vano a la entrada del cine.


El hecho entonces es que Gustavo y Víctor se encuentran y deciden ir por unas cervezas para darle algún sabor al tedio de la vida, o por un “lenitivo de la pesadumbre”, como diría Ramos Sucre. Andaban por ahí en Naguanagua, en un bar que llaman “La Encrucijada”, y cuando ya paladeaban sus birras apareció la bella Isabel (aunque más bella que de costumbre, porque había andado en otra inútil entrevista de trabajo, para variar), quien se iba a encontrar allí con su amiga Virginia para eso mismo de los lenitivos y conjurar de alguna manera un día infructuoso y torcido.



Así que terminaron los cuatro celebrando aquello de los “encuentros a deshora, los verdaderos”, como diría Cortázar, y salieron un rato del bar a fumar sentados en una propicia acera, que es como otra extensión de la barra de aquel lugar. Aquí es oportuno describir un poco a aquellos tertuliantes, ya que a causa de la facha de uno de ellos se les apareció un mago, no de esos que salen de lámparas en el desierto, sino de los de conejo en la chistera, uno quien además era aprendiz de chef y andaba esa tarde de viernes caminando por ahí con un amigo y enfundado en su, digamos, chaqueta de chef, es decir, eso que recién me enteré le llaman “filipina”. 






Bueno, volviendo a lo de las fachas, ambas amigas andaban hermosas y desenfadadas con sus cabellos enrulados y sus risas contagiosas y besables; Gustavo asumía su flaco desgarbo de bohemia, pero vistiendo una de sus mejores camisas a causa de aquella que no llegó y con la que aún sigue pendiente, esperando el día… En cuanto a Víctor, si algo siempre sobresaldrá de él, aparte de su cabeza al rape y su poblada barba, son los tatuajes profusos “en su piel canela” (esto es, afrodescendiente, ergo negra) y entre todos sus tatuajes uno en particular sobre la parte externa de su antebrazo: los cuatro ases de la baraja.



Y fueron esos cuatro ases tatuados aquello en lo que reparó el mago-chef que pasaba por ahí y quien sucede que se había hecho la promesa en la vida de que donde viera una baraja o su ilustración o su alusión, allí pues se detendría a hacer su acto de magia; así que la piel de Víctor era la señal esperada aquella tarde en aquel corro de amigos encontrados a deshora, pero menos tristes por eso mismo.



El mago, en principio, había pasado de largo, pero de inmediato volvió y se les presentó, explicando la sorpresa de aquellos ases tatuados de Víctor y que quería hacerles unos trucos y que disculparan la intromisión, pero que esos naipes en la piel del pana eran una señal… 



Los muchachos, al momento, temieron algo, Gustavo pensó en los celulares y Víctor se abrió un poco por si el acompañante del “mago” sacaba un arma, las muchachas en cambio, inmutables, risueñas, aspiraron, esparcieron la humareda y entraron al circo, pues aquel tipo era en verdad un mago vestido con filipina de chef, y acto seguido sacó un mazo de cartas y procedió a abrirlas en abanico para el primer truco de la tarde.


De aquel hecho yo tengo las versiones complementarias de Gustavo y Víctor, pero no la de las hermosas amigas, que bien habrían podido pasar por las atractivas y distractoras asistentes del mago, aunque Gustavo dice que ellas fumaban y reían divinamente, embebidas en otra magia, mientras el mago desplegaba las cartas, pero de cara a él, y les pedía que tomaran una y, sin verla, la colocaran bajo un zapato, que la pisaran allí hasta que les dijera. Este es el truco que en particular recuerda Víctor, precisamente porque tras la cháchara del mago-chef resultó que las cuatro cartas pisadas eran, señoras y señores, los cuatro ases tatuados en Víctor.






El truco que recuerda Gustavo puede tomarse como el de la despedida, aunque él insiste en que fue el primero, porque entonces el mago abre el abanico de cartas, pero ahora de cara a ellos, y les pide que con el dedo señalen una carta y que la recuerden, digamos el 3 de diamantes, el 9 de picas, el rey de corazones… luego el mago rehace el mazo y comienza a barajar, pero tan atolondradamente, mientras les comenta sobre su afición por la alta cocina, que las cartas se le escapan de las manos y se desparraman por todo aquello, y el mago se disculpa y las va recogiendo por aquí y por allá, hasta que solo quedan cuatro (que yo me figuro cercanas a cada uno de aquellos amigos reencontrados) y pues eran, damas y caballeros, las cuatro cartas escogidas…



Tal vez fueron cinco los trucos aquella tarde, o tres al menos, por aquello de la trinidad y la tendencia al infinito, como decir “mil y una”, en todo caso de ese otro truco nadie recuerda los detalles, o el mago lo quiso así, como diría Víctor, ya que el ardid de feria, o la magia, para hablar de lo más trascendente en aquel mago vestido de filipina: “Éramos nosotros, menos tristes...”, como diría Gustavo por aquello de toparse a deshoras con otros afectos zaheridos y acabar el día con un tanto más de esperanza.

martes, 19 de marzo de 2019

Un nuevo andar

Han pasado ya unos cuantos años desde que se me ocurriera crear este blog sobre los asombros cotidianos que me asaltaban por esas calles (o en algún libro...). Asombros de esos que han dado origen, guardando las distancias con Basho o Moritake, a un haikú, pongamos por caso, o a un cuento zen, o a una foto de Cartier-Bresson, a algo así me refiero.



La primera vez que esto se me ocurrió fui redactando mentalmente (andaba en la calle, creo, sin papel ni lápiz a la mano, ni mucho menos con un teléfono inteligente, eso ni se imaginaba por aquellos días...) lo que sería la justificación de tales "Apuntes...", así que aquí se los dejo, una vez más, para que sepan de qué va la cosa y ojalá también el asombro los toque:



“Yo experimento el asombro y trato de expresarlo a su manera, casi inefable. Fortuitos y ligeros como el recuerdo de un perfume, ese asombro que puede ser mutuo y por lo cual cada apunte es una sugerencia íntima a quien corresponda”.

Pronto les haré llegar cierta crónica surgida a partir de que un buen amigo, que tiene los cuatro ases del póquer tatuados en su brazo, se encontró con un mago y lo que entonces ocurrió, cosa de entrar en calor, mientras voy reconociendo más este medio y apropiándomelo hasta lograr que mis tantos asombros se correspondan con tantos espíritus afines, amen...

Otra Mafalda que anda por ahí

“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los ...