Se suponía
que este pequeño gato callejero, en parte negro, en parte blanco, que había
quedado inesperadamente huérfano por el derrumbe de un edificio o una casa o
una pared, algo así, hace ya unos dos años, solo estaría con Yocasta y Aída
cuarenta días, mientras se recuperaba además de esa otra herida que lo ha marcado
de por vida, la pérdida de su ojo derecho, segunda consecuencia de aquel
derrumbe a pocos días de nacido.
Aparte de esto,
su veterinaria y protectora, Helena (a quien Yocasta había reconocido por esos
mundos de la noche madrileña, rompiendo el hielo con el lugar común homérico cuando
aquella dijo su nombre), se encargaría de traerle el alimento y sus medicinas,
y ya después le buscaría también un hogar permanente, alguien que estuviera
dispuesto a quedarse con un gato tuerto…
A todas
estas, Yocasta me confiesa que supo del pequeño gato huérfano y mal herido por
una página web llamada “Madrid Felina” (adonde había entrado en verdad buscando
a Helena), y allí publicaban una foto bastante impresionante de aquel gatico y
su fea herida ocular, para que se comprendiera que necesitaba cuidados
especiales, un tiempo prudencial alejado de otros gatos que pudieran incluso
matarlo.
El hecho es que
aquel gato y su circunstancia fueron ocasión de una acalorada discusión por las
redes que involucró a Helena y a una muy hostil defensora de los animales, así
que Yocasta, quien había esperado una oportunidad de acercarse mucho más a
aquella impresionante mujer de una noche apasionada, veterinaria para más
señas, ama a su vez de dos gatos y una perrita (pero tan esquiva inesperadamente),
habló con su hermana Aída para adoptar a ese gato en particular y zanjar todas
las disputas, es decir, sitiar a Helena con aquel “gato de Troya” (“Tú sabes,
una de las mías”, me recalca con su risa pícara), impresionarla con el gesto (“¿En
serio, ese gato?”), y después ya se vería qué hacer con el animalito; así que
Helena también llegó con sus especiales cuidados para con aquel necesitado y el
corazón y tanta piel ansiosa de Yocasta, por una cuarentena al menos.
Tras el
bíblico intervalo (fundamental para superar todas las tentaciones del desierto,
esto es, del desamor…) el gato ya tenía nombre (“Tulipán Negro”) y espacio
amplio en el corazón de ambas hermanas, por cierto gemelas y telúricas, nacidas
ese mismo día en que estaba cayendo el Muro de Berlín; luego los tres, podría
decirse, Tulipán Negro (troyano y cíclope) y las hermosas gemelas (menudas, de
piel clara y amplias caderas, cabello oscuro, lacio y abundante) eran
consecuencia de dos particulares derrumbes en sus vidas al nacer, y ahora eran
tres en el hogar de Madrid tras esa cuarentena tramposa que consolidó los
afectos; aparte de constituirse el gato en el puente (o más bien la vía de
asalto) para los puntuales chequeos veterinarios de Helena, que bien terminaban
en la cama de Yocasta o bien en la bañera de Helena allá en su piso, escuchando
a Silvio Rodríguez o a Manuel Serrano y amando hasta el amanecer con una desinhibición
total, como si se conocieran de toda una vida, cuando apenas se acababan de encontrar
a la entrada de un bar.
Porque de
cierto fue así, Yocasta había salido bastante aburrida del bar “Fulanita de
Tal” a fumarse un cigarrillo con una amiga, sin haber visto a nadie
interesante, entonces vio a aquella mujer de espaldas y se le acercó,
susurrándole al oído: “¿Tienes novia?”, “No”, ¿Y cómo te llamas?”, “Helena”, “Ah,
Helena de Troya”, y de allí a besarse fue todo uno, allí frente a amigas de la
una y de la otra que no entendían qué había pasado así de pronto; después Yocasta
sintió la urgencia de la otra en sus senos y nalgas, y enseguida la urgencia de
un taxi que las llevara al piso de Helena (“Vivo con dos gatos y una perrita,
¿no te importa?”, y qué le iba a importar eso a Yocasta a esas alturas, en pleno
asalto a media madrugada, gozándose con plena confianza y morbo en tanto Silvio
Rodríguez cantaba “Ojalá” y “La maza” y “Una mujer con sombrero”…
Y así fue
siempre, al anochecer, de madrugada, cual vampiras, pues de día Helena era inaccesible,
desaparecía sin dejar rastro ni mostrar reciprocidad, así que Yocasta le
escribía cartas de amor unas tras otra, cartas que primero escribía con
desesperación en su celular, para luego copiarlas manuscritas y ponérselas en
el buzón. De hecho su manera de dimensionar para mí cuánto ha significado esa
mujer en su vida es recalcar: “Con ella me dan ganas de escribir”, así que le
ha escrito para despedirse ya tantas veces, y también lo han hablado y hasta
llorado juntas; porque ya las noches para Yocasta no bastan, las noches ya
desesperan de tanta ausencia e indiferencia diurna, así que adiós para siempre;
pero entonces el gato requiere cuidados, alguna de las dos da el paso,
recordando la cita ya demasiado postergada del Tulipán Negro, y entonces lo
llevan al consultorio de Helena o bien Helena viene de visita, veterinaria
solícita y ad honorem, que además suma un nuevo juguete para los juegos del
troyano cíclope, y a veces otro para el reencuentro de ellas hasta el amanecer.
Y vive con las
gemelas el gato en el Barrio de la Concepción, avenida Donostiarra, en un piso
de ensueño y cerca de tantos bares que Yocasta siempre vive en otro tiempo
distinto al de sus amigos de acá del charco atlántico, seis horas antes que
ella, es decir, un montón de cervezas y tapas menos (“lenitivos de la
pesadumbre”, como dimos en llamarlos aquí con Gustavo); de modo entonces que
Yocasta puede llamarte por celular a altas horas para hablarte desde la dimensión
etílica de sus recuerdos (y entonces yo la imagino allá, fumando y bebiendo, tal
vez recién bañada y semidesnuda, y con el cabello lacio cayéndole abundante en
ese rostro donde la risa es una explosión que le aviva su lenguaje procaz);
recordando ella, por ejemplo, un reciente viaje de fin de semana, con otras
tres amigas, a Sevilla y Cádiz, sobre todo Cádiz: “Tienes que verla, es
hermosa, es distinta, es amable, ¿sabes?…”, lugar improbable donde encontrarse
con un paisano merideño devenido en guitarrista flamenco, quien los presentó
con la dueña del lugar, una cantaora auténtica de esas que quitan el aliento,
de apellido Martínez (como su bar) y que ya al amanecer (la hora en que le daba
la gana) se decidió a cantar ese flamenco de la calle (“El que es”, diría
Yocasta) para hacerle aún más entrañable Cádiz y prometérmela a mí, así como
tantas librerías de viejo por Madrid y cervezas de toda Europa.
Luego,
inevitablemente, surge Tulipán Negro en su conversa (“Es un gato demasiado
hermoso, lo adoro con locura, ¿sabes?”) a sus dos y tantas de la madrugada, que
son mis ocho y tantas de la noche, y por el teléfono escucho un tintineo escandaloso,
y es que el cíclope gatuno pues, buscando afecto, ha tumbado una de tantas botellas
de cerveza ya vacías; y tras este otro derrumbe, Yocasta me recalca que es un
gato con muchos juguetes, que tiene más juguetes que ellas cuando niñas, y que
sus preferidos son una mariposa que suena, y una pelota azul autónoma y con luz
roja, y una pluma atada a un palito y una luz láser que lo hace saltar con
deleite (artilugios que lo apasionan en particular y que son regalos de Helena en
su mayoría, así que la troyana anda siempre por ahí en los retozos del gato).
También
tiene Tulipán Negro una especie de trono para rascarse, donde gusta de subir a
lo más alto para contemplar sus dominios, espacios que también incluyen los
hombros de Yocasta, me dice ella riendo y a punto de encender otro cigarrillo
(la escucho accionando el yesquero y luego dando su primera aspirada y luego
destapando otra cerveza), por ejemplo cuando ella está en el fregador lavando
los platos o cepillándose los dientes en el baño; justo en esos momentos el
peludo y liviano gato hace alarde de loro pirata y se está en su hombro, o bien
en el de Aída (lo mismo da, él las sentirá, digo yo, como la misma persona, o
como más amor, ubicuo, al alcance siempre…
A la hora de
dormir, las gemelas recrean muchas veces el rito del vientre materno, la
impronta ineludible de aquellos nueve meses uterinos, que en otros tiempos, en
que andaban separadas por cosas de la vida (me confesaba Yocasta cuando aún estaba
por aquí), era necesario recrear cada tanto para equilibrarse, para encontrar
sosiego más allá de las palabras, es decir, acurrucarse una junto a la otra
cual pequeñísimos delfines en su mar primigenio, seguras, completas; compañía
esencial que nunca podrá colmar otra pareja.
Hasta ese
lecho primordial de las gemelas se llega entonces el troyano gato Tulipán
Negro, buscando ese mismo calor entre las dos para estar completos, sin
derrumbes fundamentales (“si el oxímoron es tolerable”, como diría Borges), esto
es, aquellos que llegan con cualquier otro desamor o tentación, cuarentenas en
los desiertos.






Me pareció una lectura exquisita!
ResponderEliminarExcelente,Ramón. Éxitos y bendiciones
ResponderEliminarRamón, por favor, qué resultado más espectacular. Entre que leía me imaginaba un viaje de imágenes e historias diversas que fijaste en una sola línea: el amor y la ternura. Excelente, marinerito. Necesitaba la tranquilidad mental para leer tantos detalles y merecido cuento!
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