-Yo podría bailar ese sillón -dijo Isadora [Duncan].
Julio Cortázar
Gustavo,
Víctor y Miguel habían pasado la noche de bar en bar procurando conjurar tres
despechos de diferentes intensidades, aunque el “guayabo” de Miguel era un caso grave,
extremo, sin correspondencia sustancial de la esquiva bienamada (perseguida durante
muchos años) más allá de dos recientes, sorpresivos e intensos besos fugaces y
un breve mensaje de texto esperanzador en el cual, al menos, le confirmaba ella
que él no era un iluso, “un caído de la mata”, que la “tenía de cabeza” con lo
que le escribía, pero…
Y tras ese “pero” había que sobrentender ciertos impedimentos familiares, además de un compañero de ella, celoso enfermizo y en “cuarentena”, aunque “el mejor hombre que tendría nunca”, en fin; de manera que Víctor y Gustavo, menos despechados en apariencia (el uno vivía un amor virtual con el océano Atlántico de por medio, pero la lejana aseguraba amarlo y estar desesperada por el regreso; el otro vivía una pasión con altas y bajas, donde la temperamental bienamada podía pasar de tres noches de pasión y mimos por doquier a ausencias prolongadas de un mutismo incomprensible...), Víctor y Gustavo, decía, andaban esa noche triste tratando de hacerle ver al malquerido Miguel que lo mejor era dejar las cosas quietas por un tiempo, no insistir tanto, no llamarla, no escribirle, en espera de que ella, el día menos pensado, se reportara, pues las mujeres son así, ellos tenían experiencia…
Y tras ese “pero” había que sobrentender ciertos impedimentos familiares, además de un compañero de ella, celoso enfermizo y en “cuarentena”, aunque “el mejor hombre que tendría nunca”, en fin; de manera que Víctor y Gustavo, menos despechados en apariencia (el uno vivía un amor virtual con el océano Atlántico de por medio, pero la lejana aseguraba amarlo y estar desesperada por el regreso; el otro vivía una pasión con altas y bajas, donde la temperamental bienamada podía pasar de tres noches de pasión y mimos por doquier a ausencias prolongadas de un mutismo incomprensible...), Víctor y Gustavo, decía, andaban esa noche triste tratando de hacerle ver al malquerido Miguel que lo mejor era dejar las cosas quietas por un tiempo, no insistir tanto, no llamarla, no escribirle, en espera de que ella, el día menos pensado, se reportara, pues las mujeres son así, ellos tenían experiencia…
Y
es que los mensajes de texto de Miguel, profusos y extensos, poemas de otros
muchas veces (Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta./ Amo lo que no tengo.
Estás tú tan distante.), ya iban por veinte, esto es, como decir mil y uno, innumerables
en aquella ronda nocturna para cuando los tres despechados decidieron darse también
una vuelta por un lupanar, pero no para desahogar las ganas en otros cuerpos “y
en otras bocas”, sino para ver, como se dice, “los toros desde la barrera”, sin
tomar partido más allá de una conversa, entre pícara y gentil, con alguna de
aquellas damas que se acercara, dando su nombre “artístico” y detalles de una
vida privada demasiado ideal, donde hasta era posible ingresar, cualquier día,
como amigo invitado y degustar alguna de sus virtudes culinarias, la verdadera
pasión de aquella anfitriona: “Ustedes van a ver”…
El hecho es que en medio de estos escarceos con las mariposas de la noche, Miguel seguía abstraído escribiendo un mensaje de texto tras otro, perdido en la esperanza de que ella respondiera: “Te espero”, cuando una de aquellas damas lo tomó dulce e inesperadamente de la barbilla y mirándolo fijamente le dijo: “¿Por qué no le envías un mensaje de voz?, quién sabe...”, después se fue, no sin dejar de voltear una vez más para guiñar un ojo “a quien corresponda”.
Gustavo
y Víctor no paraban de reír y palmotear al afortunado distante, quien por eso
mismo se había hecho más notorio ante aquella joven beldad que había conversado
un buen rato con sus amigos; así que él lo interpretó como la señal que buscaba,
el oráculo de los dioses propicios. Entonces agarró su celular, tomó distancia
de aquellos entrañables contertulios y se fue a un oscuro rincón para ver si su
voz obraba el milagro, la hacía girar todas sus llaves.
Se
estuvo él por allá en aquella penumbra tanto como su desesperación se lo exigió
y después se vino a terminar una cerveza ya tibia, después vino otra y otra y
otra, hasta que volvió a acercarse aquella belleza del cálido consejo: “¿Y
entonces, qué tal?”… Él suspiró hondo, tomó un sorbo más y tuvo que reconocer
que “nada”, convencido ya muy en el fondo de que aquel silencio era más que
elocuente, sin importar que fueran las tres de la mañana: ella sí lo había
escuchado, pero se había vuelto a dormir, lo imaginaba claramente.
La
mariposa nocturna, que decía llamarse Tania, volvió a mirarlo fijamente,
acercando su cara hasta donde podría pensarse en un beso y dijo: “Entonces no
es, déjalo…”. Justo allí la anunciaron para que ocupara su lugar en la pista y
bailara para todos; los tres despechados ya estaban por irse, pero les pareció
descortés no quedarse para admirar las habilidades de aquella que en mucho los
había consolado.
Y los tres se acabaron su última cerveza reconociendo la indiscutible belleza de Tania e imaginando tantas cosas con Tania donde nada importara el dinero; y Miguel en particular admiró aquel baile sensual como si ella le estuviera bailando la pena, conjurándola, despachándola, mandando sus insistentes mensajes de texto y aquel desesperado de voz justo a la papelera de reciclaje, muy lejos del corazón.




Imposible no releer enseguida, no para entender sino para volver a disfrutar, muy buena lectura, atrapa éste y todos los escritos.
ResponderEliminarExpresivo, franco, los sentimientos se viven, además es divertido . Es como asomarse por una ventana al pensamiento de los hombres cuando están heridos. Interesante, lo disfruté, tanto así que vi bailar a Tania.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe disfruto estos escritos cada día más!
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