“algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad
en una permanencia…”
Julio Cortázar
Ahora que
tengo un teléfono “inteligente” y que comienzo a contactar a mis amigos por el
mundo vía WhatsApp (Alejandro, Andreía, Víctor…), Sebastián, quien aún anda por
aquí, me señala que todavía no he escogido una imagen para mi perfil, y lo hace
de tal manera que me hace sentir que estoy “atrasado” en gran medida, que no me
ajusto al ritmo de los tiempos, o sea, ¿qué te pasa?, en fin…
Y sucede que
sí había estado yo pensando en ello, y hasta tenía reservadas en la “memoria”
ciertas imágenes relacionadas con el minimalismo (de alguna manera debo ser
distinto), ya que de plano estaban descartadas “selfies” y fotos familiares, y
me decantaba por alguna poderosa imagen del grabado japonés, del ukiyo-e, es
decir, Hokusai o Utamaro (ese Utamaro que recuerda Juan José Arreola, rotundo y
sugerente: “…el observador atento se detiene al ver que los carabaos parecen
dibujados por Utamaro”), pero sobre todo Hokusai.
Empecé entonces
con lo de las imágenes minimalistas y he allí que me encuentro con una clásica taza
blanca para café, sobre fondo azul, donde estaba a punto de desbordarse aquella
famosa ola crispada y amenazante de Hokusai, y claro, en nuestros recuerdos
también sigue ahí el Monte Fuji al fondo como otra ola blanquiazul, solo que
enhiesta, firme, al igual que los pescadores en sus balsas tendiendo a lo
vertical en el vaivén marino.
Pero seguí
esperando, dudé, tal vez no me expresara lo suficiente con esta taza, tal vez
fuera muy banal, algo por el estilo, debo haber pensado desacralizador (ahora
lo reconozco), en mi falta de confianza hacia la expresividad incuestionable de
Hokusai, ya advertida por ese ilustrador minimalista llamado Ross Robinson, quien
escogió, con mucho tino, la cotidiana y estable taza blanca de café para unirla
a la agitada ola mítica nipona de quien a sí mismo se llamaba “el viejecillo
chiflado por el dibujo” (Gaukaio Rojin), y darle así otro sentido, ese del frágil encuentro
entre estabilidad y agitación, pero siempre con Hokusai teniendo la última
palabra desde ese Monte Fuji impertérrito allá al fondo de la tormenta.
Todo esto lo
pensé después de ver la nueva imagen del perfil de Juan, mi hijo (quien anda en
México, por Monterrey), y quien había sustituido una jovial foto suya, junto
a dos compañeros de trabajo, por cinco muy minimalistas semicírculos negros.
Esto fue una sorpresa para mí, que cambiara la imagen propia (que por esos días
yo había mostrado nostálgico a unos colegas) por un símbolo estético, que de
inmediato quise agrandar y detallar, solo para toparme atónito con aquellas
mismas olas de Hokusai en esencia, es decir, todo inicia con un semicírculo
negro, cual cuenco estable, para luego pasar a otro donde comienza a levantarse
la ola, que ya en el tercero se yergue casi al desborde, luego vuelve a
empequeñecer en el cuarto, y ya el quinto semicírculo es de nuevo la
estabilidad.
Esa fue para
mí la señal entrañable, un mensaje desde otra dimensión entre mi hijo y yo, que
vaya uno a saber por qué circunstancias de nuestras particulares vidas andamos
ahora necesitados de expresarnos desde Hokusai y sus olas crispadas. El hecho
es que yo procedí de inmediato, sin dudas ya, a colocar la taza y su ola en mi
perfil, y casi de inmediato recibí un mensaje de mi hijo definiéndola como
“brutal” (es decir, sorprendente), sin saber él entonces que era el verdadero inspirador de mi elección
definitiva, quien me había revelado su pertinencia. Por su parte agregó que
esos semicírculos los había encontrado en Instagram y que le habían gustado no
sabía por qué, sin saber de Hokusai.
Y acto
seguido pasé yo a hablarle de Hokusai y de aquella famosa ola entre tantos
famosos grabados de las no menos célebres vistas del Monte Fuji, algo que él no
conocía, pero que de inmediato, caminando por allá en la avenida Benito Juárez,
rumbo a su trabajo como chef de sushi (cosas de la vida), googleó para
sorprenderse a su vez con uno de los más grandes artistas de la humanidad, y reconocer
que ambos, él y yo, compartíamos una fascinación particular por Japón; aunque a
él todavía le falta aprender a jugar el “Go” (le respondía yo retador, una vez más), ese juego de
mesa que los japoneses instituyeron como otra de las artes que debía dominar un
samurai (y que los chinos concibieron sencillo y profundo a un tiempo y llaman
“Weichí”, y que los coreanos revolucionaron osados y llaman “Baduk”), un juego minimalista
en suma.
En el
proceso de compartir estas cosas, yo le pasé la imagen de la ola de Hokusai, de
la cual él ya se imagina un tatuaje "brutal", reconociendo de paso que
también sintió aquello de una señal, de un mensaje para ambos en todo esto, por
lo que la ola crispada ya es un “fondo de pantalla” mutuo, una cercanía, una
clave de algo que ya entenderemos en lo íntimo uno de estos días, quizás, pero
que en todo caso nos une, nos conmueve, nos acerca desde la contemplación, allá
en el fondo, de una montaña enhiesta, firme, calmada pese a la tormenta, es
decir, la distancia.




Así es el amor de Díos , sutil y misterioso. Se vale de otra cultura para acercar a padre e hijo en un factor común.( Japón ). Saludos .
ResponderEliminarVaya sorpresa la conexión entre padre e hijo, me gusta que el símbolo hokusai se hiciera fondo de pantalla como recordatorio de esa unión más allá de la distancia, de hecho la hace desaparecer.
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