En alguna página de su Vida, Benvenuto Cellini cuenta que, a los cinco años, vio jugar en el fuego a un animalito, parecido a una lagartija. Se lo contó a su padre. Este le dijo que el animal era una Salamandra y le dio una paliza, para que esa admirable visión, tan pocas veces permitida a los hombres, se le grabara en la memoria.
El Libro de los Seres Imaginarios
J. L. Borges
(Este epígrafe es en verdad una posdata, un traspié mío entre dos relecturas siempre asombradas)
A propósito de algún sorprendente comentario de Julio Cortázar, entresacado de cualquiera de sus variopintos textos, bien en La vuelta al día en ochenta mundos, o bien en Último Round, uno se queda, un día entre los días, con la que podría constituirse a futuro en una apropiada cita textual, o en último caso con una poderosa imagen literaria para compartir con los entrañables contertulios de la vida, que también aman los libros y la poesía, y escriben por necesidad vital.

Entonces uno les refiere, caminando a tomar otro café o brindando con la tercera cerveza, aquello que cuenta Cortázar sobre un niño que mirando el fuego de la chimenea ve a la mítica Salamandra correteando viva y sin daño, y acto seguido llama la atención de su padre para que él también la vea; el padre ante aquel prodigio del cual su pequeño ha sido privilegiado testigo, decide castigarlo, es decir, hacer algo inusitado de tal manera que el niño jamás pueda olvidar aquel milagro que solo a unos pocos es dado presenciar.
Hasta aquí todo bien, sin embargo, sucede que ese niño no es cualquiera, es un artista, y como tal (hasta donde creo recordar, vaya memoria la mía) lo refiere Cortázar, pero sucede también que uno, justo ahora, no puede precisar ese nombre exacto, así como tampoco recuerda uno en qué particular escrito de Cortázar se encuentra esa referencia como apropiado ejemplo de una de sus tantas e iluminadoras reflexiones sobre lo fantástico o la poesía o cualquier otro asunto cronopiano; esto es, no se nos ocurrió subrayarla, poner un signo de admiración justo allí, ya que los misceláneos libros de Cortázar abundan en tales gemas, pero sin que el título del texto sea una pista segura ni tampoco el tema, pues tales comentarios surgen luminosos y profusos en sus escritos de reflexión literaria y se ocultan luego como el pasar de una luciérnaga.
Y justo me percato de esto cuando mi entrañable amigo Alejandro,
quien anda ahora por la Patagonia chilena, en Puerto Montt, me cuenta que se
acordó de mí hace poco, hará ya unos cuatro meses, por algo que yo le había contado
alguna vez. Aconteció entonces que paseaba él una tarde con su hijo Gustavo a
orillas de una fría pero hermosa playa del Pacífico, venían de un concierto de
Jazz, que resultó muy estimulante y apropiado para lo que ambos intentaban conjurar
con aquel paseo: la tristeza por una pronta separación que mucho los había
hecho llorar juntos y a solas, ya que el muchacho se iría pronto a pasar las
vacaciones de diciembre con su madre, quien desde hacía años también andaba por
la Patagonia, lo cual implicaba asimismo una mudanza completa para aquel
pre-adolescente, lo uno por estudios y lo otro para darse la oportunidad (madre
e hijo) de una convivencia formal y cotidiana, tras una prolongada ausencia materna
en verdad nada comprensible.
Así llegaron a uno de esos emblemáticos cafés colombianos en
un mall de la costanera, desde el cual se apreciaba, como un bálsamo, el ocaso
marino y una pequeña isla cercana. Allí recalaron
pues para comerse algo y endulzar el momento, y olvidarse sobre todo un rato
del incómodo asunto (“Pasarle de largo a la depresión”, diría Alejandro), y en
eso estaban cuando Alejandro ve a lo lejos, allá en el mar, a un grupo de
delfines australes saltando en las olas, él me dice que en su mente no sabía
cómo llamarlos, si se les decía “rebaño” o “cardumen” o “manada”, pero el hecho
es que ante aquel milagro, ante semejante privilegio de quizás más de treinta
delfines australes (años atrás habituales, pero ahora bastante diezmados) pasando
justo allí, a pocas brazadas, no se le ocurrió otra cosa que darle un fuerte
empellón a su hijo [lo más parecido a un “castigo” (“un coñazo”)], quien
por entonces no se había percatado de nada y estaba absorto en cualquier cosa
intrascendente (como esa de irse a vivir con su madre, tal vez), para que viera
aquel prodigio, tantos delfines como nunca en su vida habían visto, una manada austral haciendo que la tarde tuviera otro sentido, al menos
uno distinto a la tristeza, una comunión, un conjuro aún más propicio contra
todo aquello que tantas veces pretende separarnos de los reales afectos.
Esto me lo cuenta Alejandro, y claro, me recordaba él porque
alguna vez yo le conté lo de aquella salamandra en el fuego y aquel niño inocente (nada
mentiroso ni malcriado) recibiendo una paliza o algo así para que jamás
olvidara aquel momento sublime, es decir, me remitió a Cortázar y a esa cita literaria
que ahora ando buscando con lupa entre sus libros, con la intención de ponerla
como epígrafe oportuno de esto que voy escribiendo, pero nada, y sobre todo
cuando ya mi búsqueda se ha desbordado infructuosa hasta su misceláneo libro póstumo Salvo el crepúsculo, y ahora va por una más estricta (y siempre asombrada) relectura
de La vuelta al día… y Último Round, tomo por tomo, pero nada todavía.
En todo caso, les aseguro que por allí anda esa hermosa
imagen literaria y que más temprano que tarde daré de nuevo con ella y plantaré
allí mi bandera, ahora sí, con subrayados y notas al margen, pues ahora tiene
un sentido aún más profundo para mí, que me remite a una conversación de amigos
donde le hablé a Alejandro de aquella particular Salamandra cortazariana, justo
para que él la recordara allá frente al océano Pacífico en compañía de Gustavito; todavía de seguro con los acordes de un balsámico Jazz musicalizándoles
los sentimientos, mientras aquella manada de delfines australes, tan cercanos, tan
amigables, tan comprensivos desde su inusual y numerosa presencia, les hacía
más llevadera la congoja y nada amargo lo porvenir.




Extraviada o no la cita...que cuento tan hermoso. Ahora son 3 o más unidos por la salamandra y los delfines australes.
ResponderEliminar