martes, 2 de julio de 2019

Otra Mafalda que anda por ahí

“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los seres que amé y que amo les fui poniendo nombres que nacían a su modo de un encuentro, de un contacto de claves secretas…”.
J. Cortázar





Me contaba Miguel que estaba una de estas tardes ensimismado en un texto que debía entregar a la brevedad en la Redacción, cuando le sonó el celular con un mensaje, pero él decidió redondear primero una idea, convencido de que se trataba de otro de los tantos mensajes “culturales” que le llegan a diario por un grupo de WhatsApp.


Sin embargo, resultó que no era otro “guasap” olvidable, sino un brevísimo mensaje de texto de un número no registrado: “Mafaldo?”, decía simplemente... El corazón le dio entonces un vuelco, pues en este mundo solo una persona lo había llamado así, una hermosa muchacha de ojos claros a la que conoció en un acogedor pueblo rodeado de montañas durante sus andanzas como profesor de Lenguaje y Comunicación en un Politécnico; pueblo al que ella también había llegado como profesora de Matemáticas.



Ese “Mafaldo?” implicaba muchas experiencias, pero no por consumadas, sino por contrariadas, pues, me contaba Miguel mientras tomábamos un café, él hizo un día, por confusión, confesiones apresuradas, fuera de contexto, que siempre lamentó de corazón y le dejaron también la duda de lo que hubiera podido pasar entre ellos más adelante, habiendo profundizado en la amistad, quemando etapas esenciales, si él no hubiera malinterpretado una pregunta que le hiciera aquella hermosa colega una mañana, otro breve mensaje de texto de aquel entonces: “Y por qué me buscaste tanto?”.



El hecho es que aquella mañana de hacía una década, él fue a buscarla a su cubículo para hablar de cualquier cosa y tomarse un café, nada especial; aunque lo especial en verdad era estar con ella, irla conociendo, prestarle algún libro, cosas por el estilo, para tener siempre una buena excusa y acercarse y conversar buenamente; ella le había atraído desde el primer momento, cuando la vio en el cafetín confraternizando con unos muchachos, a quienes supuso sus compañeros de estudio, cuando en realidad eran sus discípulos.



Aquella mañana no la había encontrado Miguel por ninguna parte, así que le escribió para saber dónde andaba, agregando que la había estado buscando por aquí y por allá; sucedía que ella no venía ese día al Politécnico o llegaba más tarde, Miguel no lo recuerda exactamente, pero en todo caso quiso saber ella por qué la había buscado tanto, a lo cual Miguel entendió (no se explica ahora por qué) que ella se refería “en la vida”, es decir, que ella le estaba haciendo una pregunta trascendental sobre los dos: “¿Por qué me has buscado tanto en la vida?”, vaya lío…



Entonces Miguel se fue de bruces ahí mismo. Con el corazón latiéndole acelerado, de sopetón le escribió las mil cosas que le venían bullendo en la cabeza desde la primera vez que la vio en el cafetín, y luego cuando la escuchó, muy segura, atinada y aplomada, dando su parecer en una reunión de profesores; lugar donde por cierto había escuchado por primera vez su nombre: “Nadezhda” (tal vez polaco o ruso…); o cuando le había prestado él un libro sobre curiosidades matemáticas, buscando interesarla, llamar su atención, motivarla a conversar, a que hablara de ella, de sus gustos… o como cuando una mañana ella le devolvió otro libro y se acercó tanto a él (al menos por un instante, eso le pareció a Miguel), que él no supo cómo reaccionar (tal vez debió haberle dicho algo al menos sobre su perfume…); todo esto lo resumió Miguel en aquel imprudente mensaje de texto “de su vida”, iniciando una prolongada enumeración de razones con: “Te busqué por esto y esto y lo otro, es decir, por bella, por interesante, por madura, en fin, para recibir de vuelta la más desconcertada, parca y fría de las respuestas, algo así como: “Y a ti qué te pasa?”, tras lo cual él comprendió la dimensión de su metida de pata, quedándose allí, en medio de la nada, sintiendo una de las más grandes vergüenzas de su vida; entendiendo que se había equivocado como nunca y sin saber qué decir para disculparse, ya que estaba descartado sugerir que todo era una broma, pues no tenían ni el tiempo ni la confianza ni ninguna otra justificación a mano para eso…






Miguel no recuerda bien cómo fue el reencuentro entre los dos, pero sí que hubo una notable distancia de ella para con él, aunque no dejara de hablarle de vez en cuando, eso sí por cuestiones de trabajo; pero sin dar pie a nada más… Y Miguel lo lamentaba inmensamente, porque de hecho nadie anda por ahí diciendo de sopetón todo lo que piensa sobre la gente, ni lo bueno ni lo malo; son cosas que uno se reserva las más de las veces para el psiquiatra, llegado el caso, pero él había tenido que venir a abrir su gran bocota, vaya uno a saber por qué, y ahora ella estaba a años luz de él, cuando bien podrían, al menos, seguir compartiendo agradables mañanas, previas a los deberes docentes, dejando cualquier revelación íntima para después (o para nunca), quién sabe, pero disfrutando de la amistad sin mayores reservas, sin que ella lo rehuyera así abiertamente como ahora “que todo estaba claro”.



Un día, sin embargo, llegó “Mafalda” a sus vidas, esto es, alguien le hizo llegar a Miguel una copia en PDF de aquella célebre tira cómica argentina, y en una reunión de profesores, hacia el final de otro semestre, él le hizo a Nadezhda un comentario como al pasar, sin mayores expectativas, entonces ella se emocionó de manera particular, digamos que “bajó significativamente la guardia” en ese momento para con él y le pidió que se la copiara, contándole además cuánto había disfrutado ella de niña aquella lectura y las ocurrencias de Mafalda (Miguel en tanto pensaba que ella era, sin duda, otra Mafalda que andaba por ahí, “sin pelos en la lengua y con sentencias desconcertantes e intimidadoras”, y él pues otro “Miguelito, Cabeza de Lechuga” diciendo cosas inconvenientes para su mal; es decir, para que ella se alejara…), aunque ahora se estaba dando como una tregua entre los dos, una inesperada afición de veraz común, como la que él había intentado en vano con aquel libro de anécdotas matemáticas…



Desde entonces, a Miguel se le ocurrió llamarla un día “Mafalda” (no sin cierto temor a acabar con el encanto...), pero no a viva voz ni de manera que otro cualquiera los importunara queriendo saber la razón de aquel apodo; sino en voz baja, acercándose a ella, digamos cuando pedía alguna golosina en el cafetín del instituto, y susurrándole a sus espaldas: “Hola, Mafalda…”, para que ella se volviera a saludarlo a su vez, viéndolo fijo con sus grandes ojos claros, por una brevísima fracción de segundo, eso sí, pero ya no tan distante, ya no tan a la defensiva, tendiendo un puente entre los dos, aunque mantuviera el tratamiento formal de cara a los otros colegas o a tantos estudiantes revoloteando por ahí: “Hola, profesor …”.



La correspondencia total de ella a este gesto de Miguel llegó otra mañana cualquiera, tal vez cuando él ya pudiera muy bien andar temiendo que ella le dijera cortante (como podía esperarse desde aquel infortunado SMS del “Miguelito”): “Yo me llamo Nadezhda, profesor”…








Miguel puede precisar muy bien aquel momento afortunado en que ella le dijo, mientras ambos se cruzaban a la entrada del Politécnico, en un sombreado y largo paseo sembrado de altos chaguaramos: “Hola, Mafaldo”, sonriendo amable y viéndolo sin desconfianza con sus grandes ojos claros, para que el día, la mañana, la tarde, fuesen un poco más armoniosos para Miguel, más llevadera cualquier circunstancia adversa, mucho menos hostil el mundo y sus problemas… Claro que de estas cosas nunca pudo hablarle Miguel a ella; era algo así como un juego de niños, como si él un día le hubiera halado el cabello en el parque del kínder y luego, otro día, le hubiera regalado él una manzana, sin decir nada, solo estirando el brazo para que ella la cogiera y pudieran seguir jugando…



Desde entonces, si sucedía que andaban otros por ahí, se miraban ellos y él le decía: “Ho-la, Ma-fal-da”, sílaba por sílaba y solo moviendo los labios, para que ella sonriera y le replicara a la misma usanza, en una como complicidad que a él siempre le llegaba al corazón: “Ho-la, Ma-fal-do”…






Y a pesar de que las cosas no pasaron de allí entre los dos, y de que la última vez que recuerda Miguel haberla visto compartieron un almuerzo en un pueblo vecino (pero con la informalidad y distancia que imponía en ese momento la presencia de otro colega terciando en aquel encuentro), ella siguió siendo para él “Mafalda”, y con este tratamiento procuró Miguel sorprenderla cada día de su cumpleaños, al menos, durante los tres primeros años desde que él se retirara del Politécnico, y después, cree recordar, hacia el sexto año de su retiro, enviándole oportunamente un SMS: “Feliz cumpleaños, Mafalda!”; ocasión en que se ponían brevemente al día; con ella dándole algunos detalles del instituto o recordando personas, pero manteniéndose (lástima) a la prudente distancia de quien lo sabe todo y no está interesada “en nada más”…



Ahora pues ella se reportaba, tras más de diez años, con ese SMS tan inesperado de una tarde como otra cualquiera, sin tener ni idea de la profunda alegría que estaba provocando tantos kilómetros más allá, cuando ella solo había estado revisando sus contactos en el celular con la intención de borrar aquellos que “ya no estuvieran vigentes”, entonces vio aquel del “Miguelito” de hacía tanto tiempo y tuvo la delicadeza de tocar así la puerta: “Mafaldo?”.



En todo caso, volvieron a conversar un buen rato y a reír un poco (es decir: “jajaja”), en esa difícil conversación con ella en la que siempre estaba en guardia para esquivar cualquier galanteo; lo cual, me comentaba convencido Miguel, haría ella aunque estuviera en Saturno, es decir, con todo un espacio de por medio, como en esa película de ciencia ficción acerca del primer niño nacido en Marte, quien se enamora a los 16 años de una terrícola con la que chatea como la cosa más normal del mundo (de sus mundos), a pesar “del espacio entre los dos”.



Pero fue muy agradable después de todo saber de ella y sentir esa pequeña comunión gracias a la otra “Mafalda”, un día más alegre a partir de ese contacto, una tontería pensarían tantos y sin embargo cuán llena de sentido en otro sentido; un pasaje a algo indefinible que Miguel lamenta tanto no poder hablar con ella en especial de otra manera, “de corazón a corazón”, como diría García Márquez, aunque nada fuera posible entre los dos, pero teniendo el privilegio al menos de que ella le contestara alguna pregunta (en el entendido de que diez años son suficiente expiación por una equivocación), algo así como: “¿Te ha pasado alguna vez?”... 











Y escucharla o leerla sin que nada le inspirara desconfianza ni la cohibiera, pues, “al fin y al cabo, solo estamos conversando”, como trataba de hacerle ver Miguel intentando que no se agotara el entusiasmo de ella en este chateo tan inesperado tras tantos años, donde ella se iba haciendo cada vez más parca, cual si se consumiera la llama de una vela en alguna parte de ese vasto espacio desde donde ella había como susurrado: “Mafaldo?”, sin imaginar cuán feliz hacía a alguien allá lejos, en otro mundo de circunstancias, solo por tratarse de ella, tan atractiva aunque solo vistiera franela blanca y bluejean, como la primera vez que la vio, o como cuando opinaba entre sus pares tomando la palabra con un conocimiento de causa y una serenidad de convicciones francamente seductores, como para arriesgarse, cual aquel impredecible Miguelito amigo de Mafalda, a decirle una vez más por qué se busca tanto a mujeres como ella en la vida…







jueves, 23 de mayo de 2019

Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre

Se suponía que este pequeño gato callejero, en parte negro, en parte blanco, que había quedado inesperadamente huérfano por el derrumbe de un edificio o una casa o una pared, algo así, hace ya unos dos años, solo estaría con Yocasta y Aída cuarenta días, mientras se recuperaba además de esa otra herida que lo ha marcado de por vida, la pérdida de su ojo derecho, segunda consecuencia de aquel derrumbe a pocos días de nacido.


Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
Aparte de esto, su veterinaria y protectora, Helena (a quien Yocasta había reconocido por esos mundos de la noche madrileña, rompiendo el hielo con el lugar común homérico cuando aquella dijo su nombre), se encargaría de traerle el alimento y sus medicinas, y ya después le buscaría también un hogar permanente, alguien que estuviera dispuesto a quedarse con un gato tuerto…


A todas estas, Yocasta me confiesa que supo del pequeño gato huérfano y mal herido por una página web llamada “Madrid Felina” (adonde había entrado en verdad buscando a Helena), y allí publicaban una foto bastante impresionante de aquel gatico y su fea herida ocular, para que se comprendiera que necesitaba cuidados especiales, un tiempo prudencial alejado de otros gatos que pudieran incluso matarlo.


El hecho es que aquel gato y su circunstancia fueron ocasión de una acalorada discusión por las redes que involucró a Helena y a una muy hostil defensora de los animales, así que Yocasta, quien había esperado una oportunidad de acercarse mucho más a aquella impresionante mujer de una noche apasionada, veterinaria para más señas, ama a su vez de dos gatos y una perrita (pero tan esquiva inesperadamente), habló con su hermana Aída para adoptar a ese gato en particular y zanjar todas las disputas, es decir, sitiar a Helena con aquel “gato de Troya” (“Tú sabes, una de las mías”, me recalca con su risa pícara), impresionarla con el gesto (“¿En serio, ese gato?”), y después ya se vería qué hacer con el animalito; así que Helena también llegó con sus especiales cuidados para con aquel necesitado y el corazón y tanta piel ansiosa de Yocasta, por una cuarentena al menos.



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
Tras el bíblico intervalo (fundamental para superar todas las tentaciones del desierto, esto es, del desamor…) el gato ya tenía nombre (“Tulipán Negro”) y espacio amplio en el corazón de ambas hermanas, por cierto gemelas y telúricas, nacidas ese mismo día en que estaba cayendo el Muro de Berlín; luego los tres, podría decirse, Tulipán Negro (troyano y cíclope) y las hermosas gemelas (menudas, de piel clara y amplias caderas, cabello oscuro, lacio y abundante) eran consecuencia de dos particulares derrumbes en sus vidas al nacer, y ahora eran tres en el hogar de Madrid tras esa cuarentena tramposa que consolidó los afectos; aparte de constituirse el gato en el puente (o más bien la vía de asalto) para los puntuales chequeos veterinarios de Helena, que bien terminaban en la cama de Yocasta o bien en la bañera de Helena allá en su piso, escuchando a Silvio Rodríguez o a Manuel Serrano y amando hasta el amanecer con una desinhibición total, como si se conocieran de toda una vida, cuando apenas se acababan de encontrar a la entrada de un bar.


Porque de cierto fue así, Yocasta había salido bastante aburrida del bar “Fulanita de Tal” a fumarse un cigarrillo con una amiga, sin haber visto a nadie interesante, entonces vio a aquella mujer de espaldas y se le acercó, susurrándole al oído: “¿Tienes novia?”, “No”, ¿Y cómo te llamas?”, “Helena”, “Ah, Helena de Troya”, y de allí a besarse fue todo uno, allí frente a amigas de la una y de la otra que no entendían qué había pasado así de pronto; después Yocasta sintió la urgencia de la otra en sus senos y nalgas, y enseguida la urgencia de un taxi que las llevara al piso de Helena (“Vivo con dos gatos y una perrita, ¿no te importa?”, y qué le iba a importar eso a Yocasta a esas alturas, en pleno asalto a media madrugada, gozándose con plena confianza y morbo en tanto Silvio Rodríguez cantaba “Ojalá” y “La maza” y “Una mujer con sombrero”…






Y así fue siempre, al anochecer, de madrugada, cual vampiras, pues de día Helena era inaccesible, desaparecía sin dejar rastro ni mostrar reciprocidad, así que Yocasta le escribía cartas de amor unas tras otra, cartas que primero escribía con desesperación en su celular, para luego copiarlas manuscritas y ponérselas en el buzón. De hecho su manera de dimensionar para mí cuánto ha significado esa mujer en su vida es recalcar: “Con ella me dan ganas de escribir”, así que le ha escrito para despedirse ya tantas veces, y también lo han hablado y hasta llorado juntas; porque ya las noches para Yocasta no bastan, las noches ya desesperan de tanta ausencia e indiferencia diurna, así que adiós para siempre; pero entonces el gato requiere cuidados, alguna de las dos da el paso, recordando la cita ya demasiado postergada del Tulipán Negro, y entonces lo llevan al consultorio de Helena o bien Helena viene de visita, veterinaria solícita y ad honorem, que además suma un nuevo juguete para los juegos del troyano cíclope, y a veces otro para el reencuentro de ellas hasta el amanecer.



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre



Y vive con las gemelas el gato en el Barrio de la Concepción, avenida Donostiarra, en un piso de ensueño y cerca de tantos bares que Yocasta siempre vive en otro tiempo distinto al de sus amigos de acá del charco atlántico, seis horas antes que ella, es decir, un montón de cervezas y tapas menos (“lenitivos de la pesadumbre”, como dimos en llamarlos aquí con Gustavo); de modo entonces que Yocasta puede llamarte por celular a altas horas para hablarte desde la dimensión etílica de sus recuerdos (y entonces yo la imagino allá, fumando y bebiendo, tal vez recién bañada y semidesnuda, y con el cabello lacio cayéndole abundante en ese rostro donde la risa es una explosión que le aviva su lenguaje procaz); recordando ella, por ejemplo, un reciente viaje de fin de semana, con otras tres amigas, a Sevilla y Cádiz, sobre todo Cádiz: “Tienes que verla, es hermosa, es distinta, es amable, ¿sabes?…”, lugar improbable donde encontrarse con un paisano merideño devenido en guitarrista flamenco, quien los presentó con la dueña del lugar, una cantaora auténtica de esas que quitan el aliento, de apellido Martínez (como su bar) y que ya al amanecer (la hora en que le daba la gana) se decidió a cantar ese flamenco de la calle (“El que es”, diría Yocasta) para hacerle aún más entrañable Cádiz y prometérmela a mí, así como tantas librerías de viejo por Madrid y cervezas de toda Europa.






Luego, inevitablemente, surge Tulipán Negro en su conversa (“Es un gato demasiado hermoso, lo adoro con locura, ¿sabes?”) a sus dos y tantas de la madrugada, que son mis ocho y tantas de la noche, y por el teléfono escucho un tintineo escandaloso, y es que el cíclope gatuno pues, buscando afecto, ha tumbado una de tantas botellas de cerveza ya vacías; y tras este otro derrumbe, Yocasta me recalca que es un gato con muchos juguetes, que tiene más juguetes que ellas cuando niñas, y que sus preferidos son una mariposa que suena, y una pelota azul autónoma y con luz roja, y una pluma atada a un palito y una luz láser que lo hace saltar con deleite (artilugios que lo apasionan en particular y que son regalos de Helena en su mayoría, así que la troyana anda siempre por ahí en los retozos del gato).


También tiene Tulipán Negro una especie de trono para rascarse, donde gusta de subir a lo más alto para contemplar sus dominios, espacios que también incluyen los hombros de Yocasta, me dice ella riendo y a punto de encender otro cigarrillo (la escucho accionando el yesquero y luego dando su primera aspirada y luego destapando otra cerveza), por ejemplo cuando ella está en el fregador lavando los platos o cepillándose los dientes en el baño; justo en esos momentos el peludo y liviano gato hace alarde de loro pirata y se está en su hombro, o bien en el de Aída (lo mismo da, él las sentirá, digo yo, como la misma persona, o como más amor, ubicuo, al alcance siempre…



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
A la hora de dormir, las gemelas recrean muchas veces el rito del vientre materno, la impronta ineludible de aquellos nueve meses uterinos, que en otros tiempos, en que andaban separadas por cosas de la vida (me confesaba Yocasta cuando aún estaba por aquí), era necesario recrear cada tanto para equilibrarse, para encontrar sosiego más allá de las palabras, es decir, acurrucarse una junto a la otra cual pequeñísimos delfines en su mar primigenio, seguras, completas; compañía esencial que nunca podrá colmar otra pareja.


Hasta ese lecho primordial de las gemelas se llega entonces el troyano gato Tulipán Negro, buscando ese mismo calor entre las dos para estar completos, sin derrumbes fundamentales (“si el oxímoron es tolerable”, como diría Borges), esto es, aquellos que llegan con cualquier otro desamor o tentación, cuarentenas en los desiertos.


Y por Helena también retoza y espera el gato, por sus cuidados y esa otra pasión que desde siempre ha rebasado cualquier límite; aunque después se aleje ella sin mayores explicaciones, sin contestar llamadas ni mensajes (sus tantos muros) e inspirando cartas de amor de un adiós definitivo (alguna de las cuales me leerá Yocasta una de estas madrugadas madrileñas en tanto fuma y bebe otra cerveza, y en tanto el gato busca el cariño de su mano, permitiendo siempre el pasaje, el rescate de las hermosas).

viernes, 26 de abril de 2019

Veinte mensajes de texto y una nota de voz desesperada


-Yo podría bailar ese sillón -dijo Isadora [Duncan].
 
 Julio Cortázar

Gustavo, Víctor y Miguel habían pasado la noche de bar en bar procurando conjurar tres despechos de diferentes intensidades, aunque el “guayabo” de Miguel era un caso grave, extremo, sin correspondencia sustancial de la esquiva bienamada (perseguida durante muchos años) más allá de dos recientes, sorpresivos e intensos besos fugaces y un breve mensaje de texto esperanzador en el cual, al menos, le confirmaba ella que él no era un iluso, “un caído de la mata”, que la “tenía de cabeza” con lo que le escribía, pero…


Y tras ese pero había que sobrentender ciertos impedimentos familiares, además de un compañero de ella, celoso enfermizo y en “cuarentena”, aunque “el mejor hombre que tendría nunca”, en fin; de manera que Víctor y Gustavo, menos despechados en apariencia (el uno vivía un amor virtual con el océano Atlántico de por medio, pero la lejana aseguraba amarlo y estar desesperada por el regreso; el otro vivía una pasión con altas y bajas, donde la temperamental bienamada podía pasar de tres noches de pasión y mimos por doquier a ausencias prolongadas de un mutismo incomprensible...), Víctor y Gustavo, decía, andaban esa noche triste tratando de hacerle ver al malquerido Miguel que lo mejor era dejar las cosas quietas por un tiempo, no insistir tanto, no llamarla, no escribirle, en espera de que ella, el día menos pensado, se reportara, pues las mujeres son así, ellos tenían experiencia…


Y es que los mensajes de texto de Miguel, profusos y extensos, poemas de otros muchas veces (Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta./ Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.), ya iban por veinte, esto es, como decir mil y uno, innumerables en aquella ronda nocturna para cuando los tres despechados decidieron darse también una vuelta por un lupanar, pero no para desahogar las ganas en otros cuerpos “y en otras bocas”, sino para ver, como se dice, “los toros desde la barrera”, sin tomar partido más allá de una conversa, entre pícara y gentil, con alguna de aquellas damas que se acercara, dando su nombre “artístico” y detalles de una vida privada demasiado ideal, donde hasta era posible ingresar, cualquier día, como amigo invitado y degustar alguna de sus virtudes culinarias, la verdadera pasión de aquella anfitriona: “Ustedes van a ver”…


El hecho es que en medio de estos escarceos con las mariposas de la noche, Miguel seguía abstraído escribiendo un mensaje de texto tras otro, perdido en la esperanza de que ella respondiera: “Te espero”, cuando una de aquellas damas lo tomó dulce e inesperadamente de la barbilla y mirándolo fijamente le dijo: “¿Por qué no le envías un mensaje de voz?, quién sabe...”, después se fue, no sin dejar de voltear una vez más para guiñar un ojo “a quien corresponda”.


Gustavo y Víctor no paraban de reír y palmotear al afortunado distante, quien por eso mismo se había hecho más notorio ante aquella joven beldad que había conversado un buen rato con sus amigos; así que él lo interpretó como la señal que buscaba, el oráculo de los dioses propicios. Entonces agarró su celular, tomó distancia de aquellos entrañables contertulios y se fue a un oscuro rincón para ver si su voz obraba el milagro, la hacía girar todas sus llaves.


Se estuvo él por allá en aquella penumbra tanto como su desesperación se lo exigió y después se vino a terminar una cerveza ya tibia, después vino otra y otra y otra, hasta que volvió a acercarse aquella belleza del cálido consejo: “¿Y entonces, qué tal?”… Él suspiró hondo, tomó un sorbo más y tuvo que reconocer que “nada”, convencido ya muy en el fondo de que aquel silencio era más que elocuente, sin importar que fueran las tres de la mañana: ella sí lo había escuchado, pero se había vuelto a dormir, lo imaginaba claramente.


La mariposa nocturna, que decía llamarse Tania, volvió a mirarlo fijamente, acercando su cara hasta donde podría pensarse en un beso y dijo: “Entonces no es, déjalo…”. Justo allí la anunciaron para que ocupara su lugar en la pista y bailara para todos; los tres despechados ya estaban por irse, pero les pareció descortés no quedarse para admirar las habilidades de aquella que en mucho los había consolado.





Y los tres se acabaron su última cerveza reconociendo la indiscutible belleza de Tania e imaginando tantas cosas con Tania donde nada importara el dinero; y Miguel en particular admiró aquel baile sensual como si ella le estuviera bailando la pena, conjurándola, despachándola, mandando sus insistentes mensajes de texto y aquel desesperado de voz justo a la papelera de reciclaje, muy lejos del corazón.

jueves, 11 de abril de 2019

Las olas de Hokusai


“algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad
en una permanencia…”

Julio Cortázar

Ahora que tengo un teléfono “inteligente” y que comienzo a contactar a mis amigos por el mundo vía WhatsApp (Alejandro, Andreía, Víctor…), Sebastián, quien aún anda por aquí, me señala que todavía no he escogido una imagen para mi perfil, y lo hace de tal manera que me hace sentir que estoy “atrasado” en gran medida, que no me ajusto al ritmo de los tiempos, o sea, ¿qué te pasa?, en fin…


Y sucede que sí había estado yo pensando en ello, y hasta tenía reservadas en la “memoria” ciertas imágenes relacionadas con el minimalismo (de alguna manera debo ser distinto), ya que de plano estaban descartadas “selfies” y fotos familiares, y me decantaba por alguna poderosa imagen del grabado japonés, del ukiyo-e, es decir, Hokusai o Utamaro (ese Utamaro que recuerda Juan José Arreola, rotundo y sugerente: “…el observador atento se detiene al ver que los carabaos parecen dibujados por Utamaro”), pero sobre todo Hokusai.




Empecé entonces con lo de las imágenes minimalistas y he allí que me encuentro con una clásica taza blanca para café, sobre fondo azul, donde estaba a punto de desbordarse aquella famosa ola crispada y amenazante de Hokusai, y claro, en nuestros recuerdos también sigue ahí el Monte Fuji al fondo como otra ola blanquiazul, solo que enhiesta, firme, al igual que los pescadores en sus balsas tendiendo a lo vertical en el vaivén marino.


Pero seguí esperando, dudé, tal vez no me expresara lo suficiente con esta taza, tal vez fuera muy banal, algo por el estilo, debo haber pensado desacralizador (ahora lo reconozco), en mi falta de confianza hacia la expresividad incuestionable de Hokusai, ya advertida por ese ilustrador minimalista llamado Ross Robinson, quien escogió, con mucho tino, la cotidiana y estable taza blanca de café para unirla a la agitada ola mítica nipona de quien a sí mismo se llamaba “el viejecillo chiflado por el dibujo” (Gaukaio Rojin), y darle así otro sentido, ese del frágil encuentro entre estabilidad y agitación, pero siempre con Hokusai teniendo la última palabra desde ese Monte Fuji impertérrito allá al fondo de la tormenta.


Todo esto lo pensé después de ver la nueva imagen del perfil de Juan, mi hijo (quien anda en México, por Monterrey), y quien había sustituido una jovial foto suya, junto a dos compañeros de trabajo, por cinco muy minimalistas semicírculos negros. Esto fue una sorpresa para mí, que cambiara la imagen propia (que por esos días yo había mostrado nostálgico a unos colegas) por un símbolo estético, que de inmediato quise agrandar y detallar, solo para toparme atónito con aquellas mismas olas de Hokusai en esencia, es decir, todo inicia con un semicírculo negro, cual cuenco estable, para luego pasar a otro donde comienza a levantarse la ola, que ya en el tercero se yergue casi al desborde, luego vuelve a empequeñecer en el cuarto, y ya el quinto semicírculo es de nuevo la estabilidad.


Esa fue para mí la señal entrañable, un mensaje desde otra dimensión entre mi hijo y yo, que vaya uno a saber por qué circunstancias de nuestras particulares vidas andamos ahora necesitados de expresarnos desde Hokusai y sus olas crispadas. El hecho es que yo procedí de inmediato, sin dudas ya, a colocar la taza y su ola en mi perfil, y casi de inmediato recibí un mensaje de mi hijo definiéndola como “brutal” (es decir, sorprendente), sin saber él entonces que era el verdadero inspirador de mi elección definitiva, quien me había revelado su pertinencia. Por su parte agregó que esos semicírculos los había encontrado en Instagram y que le habían gustado no sabía por qué, sin saber de Hokusai.




Y acto seguido pasé yo a hablarle de Hokusai y de aquella famosa ola entre tantos famosos grabados de las no menos célebres vistas del Monte Fuji, algo que él no conocía, pero que de inmediato, caminando por allá en la avenida Benito Juárez, rumbo a su trabajo como chef de sushi (cosas de la vida), googleó para sorprenderse a su vez con uno de los más grandes artistas de la humanidad, y reconocer que ambos, él y yo, compartíamos una fascinación particular por Japón; aunque a él todavía le falta aprender a jugar el “Go” (le respondía yo retador, una vez más), ese juego de mesa que los japoneses instituyeron como otra de las artes que debía dominar un samurai (y que los chinos concibieron sencillo y profundo a un tiempo y llaman “Weichí”, y que los coreanos revolucionaron osados y llaman “Baduk”), un juego minimalista en suma.




En el proceso de compartir estas cosas, yo le pasé la imagen de la ola de Hokusai, de la cual él ya se imagina un tatuaje "brutal", reconociendo de paso que también sintió aquello de una señal, de un mensaje para ambos en todo esto, por lo que la ola crispada ya es un “fondo de pantalla” mutuo, una cercanía, una clave de algo que ya entenderemos en lo íntimo uno de estos días, quizás, pero que en todo caso nos une, nos conmueve, nos acerca desde la contemplación, allá en el fondo, de una montaña enhiesta, firme, calmada pese a la tormenta, es decir, la distancia.


jueves, 4 de abril de 2019

De salamandras, delfines australes y citas extraviadas




En alguna página de su Vida, Benvenuto Cellini cuenta que, a los cinco años, vio jugar en el fuego a un animalito, parecido a una lagartija. Se lo contó a su padre. Este le dijo que el animal era una Salamandra y le dio una paliza, para que esa admirable visión, tan pocas veces permitida a los hombres, se le grabara en la memoria.
 El Libro de los Seres Imaginarios
J. L. Borges
(Este epígrafe es en verdad una posdata, un traspié mío entre dos relecturas siempre asombradas)



A propósito de algún sorprendente comentario de Julio Cortázar, entresacado de cualquiera de sus variopintos textos, bien en La vuelta al día en ochenta mundos, o bien en Último Round, uno se queda, un día entre los días, con la que podría constituirse a futuro en una apropiada cita textual, o en último caso con una poderosa imagen literaria para compartir con los entrañables contertulios de la vida, que también aman los libros y la poesía, y escriben por necesidad vital.


Entonces uno les refiere, caminando a tomar otro café o brindando con la tercera cerveza, aquello que cuenta Cortázar sobre un niño que mirando el fuego de la chimenea ve a la mítica Salamandra correteando viva y sin daño, y acto seguido llama la atención de su padre para que él también la vea; el padre ante aquel prodigio del cual su pequeño ha sido privilegiado testigo, decide castigarlo, es decir, hacer algo inusitado de tal manera que el niño jamás pueda olvidar aquel milagro que solo a unos pocos es dado presenciar.


Hasta aquí todo bien, sin embargo, sucede que ese niño no es cualquiera, es un artista, y como tal (hasta donde creo recordar, vaya memoria la mía) lo refiere Cortázar, pero sucede también que uno, justo ahora, no puede precisar ese nombre exacto, así como tampoco recuerda uno en qué particular escrito de Cortázar se encuentra esa referencia como apropiado ejemplo de una de sus tantas e iluminadoras reflexiones sobre lo fantástico o la poesía o cualquier otro asunto cronopiano; esto es, no se nos ocurrió subrayarla, poner un signo de admiración justo allí, ya que los misceláneos libros de Cortázar abundan en tales gemas, pero sin que el título del texto sea una pista segura ni tampoco el tema, pues tales comentarios surgen luminosos y profusos en sus escritos de reflexión literaria y se ocultan luego como el pasar de una luciérnaga.


Y justo me percato de esto cuando mi entrañable amigo Alejandro, quien anda ahora por la Patagonia chilena, en Puerto Montt, me cuenta que se acordó de mí hace poco, hará ya unos cuatro meses, por algo que yo le había contado alguna vez. Aconteció entonces que paseaba él una tarde con su hijo Gustavo a orillas de una fría pero hermosa playa del Pacífico, venían de un concierto de Jazz, que resultó muy estimulante y apropiado para lo que ambos intentaban conjurar con aquel paseo: la tristeza por una pronta separación que mucho los había hecho llorar juntos y a solas, ya que el muchacho se iría pronto a pasar las vacaciones de diciembre con su madre, quien desde hacía años también andaba por la Patagonia, lo cual implicaba asimismo una mudanza completa para aquel pre-adolescente, lo uno por estudios y lo otro para darse la oportunidad (madre e hijo) de una convivencia formal y cotidiana, tras una prolongada ausencia materna en verdad nada comprensible.





Así llegaron a uno de esos emblemáticos cafés colombianos en un mall de la costanera, desde el cual se apreciaba, como un bálsamo, el ocaso marino y una pequeña isla cercana. Allí  recalaron pues para comerse algo y endulzar el momento, y olvidarse sobre todo un rato del incómodo asunto (“Pasarle de largo a la depresión”, diría Alejandro), y en eso estaban cuando Alejandro ve a lo lejos, allá en el mar, a un grupo de delfines australes saltando en las olas, él me dice que en su mente no sabía cómo llamarlos, si se les decía “rebaño” o “cardumen” o “manada”, pero el hecho es que ante aquel milagro, ante semejante privilegio de quizás más de treinta delfines australes (años atrás habituales, pero ahora bastante diezmados) pasando justo allí, a pocas brazadas, no se le ocurrió otra cosa que darle un fuerte empellón a su hijo [lo más parecido a un “castigo” (“un coñazo”)], quien por entonces no se había percatado de nada y estaba absorto en cualquier cosa intrascendente (como esa de irse a vivir con su madre, tal vez), para que viera aquel prodigio, tantos delfines como nunca en su vida habían visto, una manada austral haciendo que la tarde tuviera otro sentido, al menos uno distinto a la tristeza, una comunión, un conjuro aún más propicio contra todo aquello que tantas veces pretende separarnos de los reales afectos.


Esto me lo cuenta Alejandro, y claro, me recordaba él porque alguna vez yo le conté lo de aquella salamandra en el fuego y aquel niño inocente (nada mentiroso ni malcriado) recibiendo una paliza o algo así para que jamás olvidara aquel momento sublime, es decir, me remitió a Cortázar y a esa cita literaria que ahora ando buscando con lupa entre sus libros, con la intención de ponerla como epígrafe oportuno de esto que voy escribiendo, pero nada, y sobre todo cuando ya mi búsqueda se ha desbordado infructuosa hasta su misceláneo libro póstumo Salvo el crepúsculo, y ahora va por una más estricta (y siempre asombrada) relectura de La vuelta al día… y Último Round, tomo por tomo, pero nada todavía.


En todo caso, les aseguro que por allí anda esa hermosa imagen literaria y que más temprano que tarde daré de nuevo con ella y plantaré allí mi bandera, ahora sí, con subrayados y notas al margen, pues ahora tiene un sentido aún más profundo para mí, que me remite a una conversación de amigos donde le hablé a Alejandro de aquella particular Salamandra cortazariana, justo para que él la recordara allá frente al océano Pacífico en compañía de Gustavito; todavía de seguro con los acordes de un balsámico Jazz musicalizándoles los sentimientos, mientras aquella manada de delfines australes, tan cercanos, tan amigables, tan comprensivos desde su inusual y numerosa presencia, les hacía más llevadera la congoja y nada amargo lo porvenir.    





martes, 2 de abril de 2019

La pequeña totuma del General


Se dice que cierta mañana, inesperadamente, durante las batallas independentistas, llegó a una apartada choza un muy bien ataviado soldado, sin duda, un oficial de alto rango. Venía solo y había dejado su brioso caballo pastando a orillas de una quebrada.




Hacía frío esa mañana, y el inusual visitante llegaba también enfundado en una gruesa capa, pero usando un sencillo sombrero de cogollo. Los dueños del lugar, que se disponían a beber el café, salieron presurosos a recibir a quien, no dudaban, era un importante miembro de los ejércitos criollos y, tal vez, necesitado de ayuda, tal vez herido.


Pero no, aquel hombre caminaba con seguridad y les sonrió diciendo: “Sentí el aroma del café mientras cabalgaba y me gustaría probarlo”. Era una pareja de ancianos zambos que se azoraron mucho por no tener una taza digna de él, así que le dijeron: “Excelencia, perdone, no tenemos en qué servirle”. Y él les respondió cordial: “Basta con una totuma”. Y así aquel oficial pasó a sentarse en el mejor taburete de aquella choza, a petición de los ancianos, y sin decir mayores palabras, comenzó a paladear con gusto aquel café de los caminos.




Los tres bebieron en silencio viendo el relumbrar del fogón y disfrutando de su calor, como viejos familiares, como padres junto al hijo amado. El caballo relinchó fuera y todos volvieron en sí, tras los últimos sorbos de la oscura infusión con papelón. Entonces, el oficial se incorporó, les devolvió la pequeña totuma, aún tibia, para luego sacar de una pequeña bolsa de cuero varias monedas de oro con que les agradeció el gesto.




Después salió al descampado, se volvió a ajustar su sombrero y les dijo afable: “General Bolívar, a la orden”. Este encuentro fue referido una y otra vez por los ancianos, hasta sus muertes, y la pequeña totuma fue atesorada como un cáliz de oro, hasta que se hizo polvo y leyenda.

viernes, 29 de marzo de 2019

Yo también quiero ser un cronopio


Ya que no tendremos el privilegio de conocer personalmente a Julio Cortázar, ni siquiera la posibilidad de verlo a la distancia, en tanto él escribe absorto sus cosas, como lo hiciera un tímido Gabriel García Márquez allá en el París de principios de los años 60 del siglo pasado, nos queda sí ese otro privilegio de ser sus lectores consumados, de releer sus cuentos o sus teorías literarias en la esperanza de ser nosotros también, algún día, escritores con al menos un menudo cuento atendible y, quizás, inolvidable.



Y es que cuando un feliz día nos topamos con uno de sus libros, en mi caso una pequeña antología donde me maravillé con La isla a mediodía, La señorita Cora, La autopista del sur…, entonces Cortázar pasa a ser un maestro esencial, alguien a quien releer “con destornillador” (como también diría el maestro García Márquez) en el afán de dar con su fórmula, con su manera particular de abstraernos del mundo y sumergirnos, por ejemplo, en la historia de la hermosa y esquiva Silvia, la corporizada amiga imaginaria de cuatro niños traviesos, pero tan real y deseable también para nosotros mismos, sus lectores, gracias a que el Gran Julio logra mantener fuera el mundo de los adultos, con todos sus grados universitarios, en tanto Silvia es delineada por el fulgor de una fogata al atardecer, y en tanto los amigos letrados del protagonista lo consideran un incauto por caer como un tonto en el juego de los niños.






Se dice fácil, pero sabemos que esto es en verdad de lo más difícil en literatura, y mientras nosotros seguimos con nuestros afanes y releyendo al Gran Julio para tener consuelo y esperanza, nos enteramos además de que él imaginó también a los envidiables cronopios, y de que estos son entre verdes y tibios, no exactamente duendes, sino personalidades plenamente genuinas dentro de un mundo sometido a las apariencias del ser y, sobre todo, del tener.



Es decir, dentro de esa temática del absurdo que el Gran Julio también explotó con maestría insuperable, surgen los cronopios en oposición a los “esperanzas” y los “famas”, y nosotros nos preguntamos entonces, bastante preocupados (en el entendido de que si algo deseamos ahora en el mundo es ser un genuino Cronopio), si nuestra circunstancia vital nos ha llevado en verdad a ser un aburguesado e insensible “fama” o un timorato y manipulable “esperanza”.






Julio Cortázar no lo dice exactamente así, claro, pero podemos inferirlo de esos pequeños fragmentos, de esas hermosas semblanzas que de estos seres él nos da en ese otro libro esencial entre sus libros esenciales como lo es su Historia de cronopios y de famas. Sucede entonces que entramos en conflicto: “¿Cómo se llega a ser un Cronopio?”, alguien en esencia solidario, supremo valor entre valores, anárquico, alegre, libre de los dictados de las modas y de los imperativos de la sociedad de consumo y, ante todo, libre de los prejuicios de raza, religión o credo político; repito, el Gran Julio no lo dice exactamente así, pero por ahí parece ir la cosa, en todo caso yo en este momento estoy tratando de definirlo, procurando llegar al meollo del asunto y dar con esa otra fórmula que me permita ser también a mí, algún día, un genuino Cronopio, algo así como alcanzar el nirvana o llegar al satori, para valernos de un referente religioso más liberal.



Porque sucede también que cuando uno se entera de esos cronopios cortazarianos y de que en vida del Gran Julio, y tras su repentina muerte, se entera uno, repito, de que andan por el mundo de la literatura y entre sus lectores tantos que se autodefinen cronopios (y que en verdad lo son, para ser justos y no se nos note sobremanera la envidia), pues yo quiero manifestar públicamente que me la paso releyendo las alusiones cortazarianas a esos seres, no solo en el libro susodicho, sino también en esos otros misceláneos como La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, en la esperanza de internalizar esa manera de ser y hacer cronopiana que el Gran Julio nos confiesa se le reveló en un teatro parisino como si fueran globos verdes o algo parecido.



Quiero decir que me la paso como un predicador portando mi libro de los cronopios cual Biblia para que todos me sepan devoto cortazariano, pero sintiendo en mi fuero interno que aún me falta mucho para que se diga de mí que también soy un Cronopio, y menos cuando el sumo sacerdote de esta como religión ya no anda por este mundo para reconocernos e imponernos su mano y bautizarnos. No me queda entonces más que seguir releyendo a Julio Cortázar en procura de que llegue a mí la revelación y ser también, quizás, un gran cuentista algún día, y además ser alguien así como nos lo describe hermosa e inmejorablemente el Gran Julio:






Flor y cronopio
Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: «Es como una flor».





Tortugas y cronopios
Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.



Ante esto no me queda más que confesar que también me gustaría ser considerado, un día entre los días, como esa flor o como ese benevolente y comprensivo Cronopio que dibuja golondrinas en las caparazones de las tortugas para que ellas también participen de alguna manera del vuelo.

Otra Mafalda que anda por ahí

“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los ...