“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los seres que amé y que amo les fui poniendo nombres que nacían a su modo de un encuentro, de un contacto de claves secretas…”.
J. Cortázar
Me contaba
Miguel que estaba una de estas tardes ensimismado en un texto que debía
entregar a la brevedad en la Redacción, cuando le sonó el celular con un
mensaje, pero él decidió redondear primero una idea, convencido de que se
trataba de otro de los tantos mensajes “culturales” que le llegan a diario por
un grupo de WhatsApp.
Sin embargo,
resultó que no era otro “guasap” olvidable, sino un brevísimo mensaje de
texto de un número no registrado: “Mafaldo?”, decía simplemente... El corazón le
dio entonces un vuelco, pues en este mundo solo una persona lo había llamado
así, una hermosa muchacha de ojos claros a la que conoció en un acogedor pueblo
rodeado de montañas durante sus andanzas como profesor de Lenguaje y
Comunicación en un Politécnico; pueblo al que ella también había llegado como
profesora de Matemáticas.
Ese “Mafaldo?”
implicaba muchas experiencias, pero no por consumadas, sino por contrariadas,
pues, me contaba Miguel mientras tomábamos un café, él hizo un día, por
confusión, confesiones apresuradas, fuera de contexto, que siempre lamentó de
corazón y le dejaron también la duda de lo que hubiera podido pasar entre ellos
más adelante, habiendo profundizado en la amistad, quemando etapas esenciales, si
él no hubiera malinterpretado una pregunta que le hiciera aquella hermosa colega
una mañana, otro breve mensaje de texto de aquel entonces: “Y por qué me
buscaste tanto?”.
El hecho es
que aquella mañana de hacía una década, él fue a buscarla a su cubículo para
hablar de cualquier cosa y tomarse un café, nada especial; aunque lo especial en
verdad era estar con ella, irla conociendo, prestarle algún libro, cosas por el
estilo, para tener siempre una buena excusa y acercarse y conversar buenamente;
ella le había atraído desde el primer momento, cuando la vio en el cafetín
confraternizando con unos muchachos, a quienes supuso sus compañeros de
estudio, cuando en realidad eran sus discípulos.
Aquella
mañana no la había encontrado Miguel por ninguna parte, así que le escribió
para saber dónde andaba, agregando que la había estado buscando por aquí y por
allá; sucedía que ella no venía ese día al Politécnico o llegaba más tarde, Miguel
no lo recuerda exactamente, pero en todo caso quiso saber ella por qué la había
buscado tanto, a lo cual Miguel entendió (no se explica ahora por qué) que ella
se refería “en la vida”, es decir, que ella le estaba haciendo una pregunta
trascendental sobre los dos: “¿Por qué me has buscado tanto en la vida?”, vaya
lío…
Entonces
Miguel se fue de bruces ahí mismo. Con el corazón latiéndole acelerado, de
sopetón le escribió las mil cosas que le venían bullendo en la cabeza desde la
primera vez que la vio en el cafetín, y luego cuando la escuchó, muy segura,
atinada y aplomada, dando su parecer en una reunión de profesores; lugar donde
por cierto había escuchado por primera vez su nombre: “Nadezhda” (tal vez
polaco o ruso…); o cuando le había prestado él un libro sobre curiosidades
matemáticas, buscando interesarla, llamar su atención, motivarla a conversar, a
que hablara de ella, de sus gustos… o como cuando una mañana ella le devolvió otro
libro y se acercó tanto a él (al menos por un instante, eso le pareció a Miguel),
que él no supo cómo reaccionar (tal vez debió haberle dicho algo al menos sobre
su perfume…); todo esto lo resumió Miguel en aquel imprudente mensaje de texto
“de su vida”, iniciando una prolongada enumeración de razones con: “Te busqué
por esto y esto y lo otro, es decir, por bella, por interesante, por madura, en
fin, para recibir de vuelta la más desconcertada, parca y fría de las
respuestas, algo así como: “Y a ti qué te pasa?”, tras lo cual él comprendió la
dimensión de su metida de pata, quedándose allí, en medio de la nada, sintiendo
una de las más grandes vergüenzas de su vida; entendiendo que se había
equivocado como nunca y sin saber qué decir para disculparse, ya que estaba
descartado sugerir que todo era una broma, pues no tenían ni el tiempo ni la
confianza ni ninguna otra justificación a mano para eso…
Miguel no
recuerda bien cómo fue el reencuentro entre los dos, pero sí que hubo una
notable distancia de ella para con él, aunque no dejara de hablarle de vez en
cuando, eso sí por cuestiones de trabajo; pero sin dar pie a nada más… Y Miguel
lo lamentaba inmensamente, porque de hecho nadie anda por ahí diciendo de
sopetón todo lo que piensa sobre la gente, ni lo bueno ni lo malo; son cosas
que uno se reserva las más de las veces para el psiquiatra, llegado el caso,
pero él había tenido que venir a abrir su gran bocota, vaya uno a saber por
qué, y ahora ella estaba a años luz de él, cuando bien podrían, al menos,
seguir compartiendo agradables mañanas, previas a los deberes docentes, dejando
cualquier revelación íntima para después (o para nunca), quién sabe, pero disfrutando
de la amistad sin mayores reservas, sin que ella lo rehuyera así abiertamente
como ahora “que todo estaba claro”.
Un día, sin
embargo, llegó “Mafalda” a sus vidas, esto es, alguien le hizo llegar a Miguel
una copia en PDF de aquella célebre tira cómica argentina, y en una reunión de
profesores, hacia el final de otro semestre, él le hizo a Nadezhda un
comentario como al pasar, sin mayores expectativas, entonces ella se emocionó
de manera particular, digamos que “bajó significativamente la guardia” en ese
momento para con él y le pidió que se la copiara, contándole además cuánto
había disfrutado ella de niña aquella lectura y las ocurrencias de Mafalda
(Miguel en tanto pensaba que ella era, sin duda, otra Mafalda que andaba por
ahí, “sin pelos en la lengua y con sentencias desconcertantes e intimidadoras”,
y él pues otro “Miguelito, Cabeza de Lechuga” diciendo cosas inconvenientes
para su mal; es decir, para que ella se alejara…), aunque ahora se estaba dando
como una tregua entre los dos, una inesperada afición de veraz común, como la
que él había intentado en vano con aquel libro de anécdotas matemáticas…
Desde
entonces, a Miguel se le ocurrió llamarla un día “Mafalda” (no sin cierto temor
a acabar con el encanto...),
pero no a viva voz ni de manera que otro cualquiera los importunara queriendo
saber la razón de aquel apodo; sino en voz baja, acercándose a ella, digamos cuando
pedía alguna golosina en el cafetín del instituto, y susurrándole a sus
espaldas: “Hola, Mafalda…”, para que ella se volviera a saludarlo a su vez, viéndolo
fijo con sus grandes ojos claros, por una brevísima fracción de segundo, eso
sí, pero ya no tan distante, ya no tan a la defensiva, tendiendo un puente
entre los dos, aunque mantuviera el tratamiento formal de cara a los otros
colegas o a tantos estudiantes revoloteando por ahí: “Hola, profesor …”.
La
correspondencia total de ella a este gesto de Miguel llegó otra mañana
cualquiera, tal vez cuando él ya pudiera muy bien andar temiendo que ella le
dijera cortante (como podía esperarse desde aquel infortunado SMS del
“Miguelito”): “Yo me llamo Nadezhda, profesor”…
Miguel puede
precisar muy bien aquel momento afortunado en que ella le dijo, mientras ambos
se cruzaban a la entrada del Politécnico, en un sombreado y largo paseo
sembrado de altos chaguaramos: “Hola, Mafaldo”, sonriendo amable y viéndolo sin
desconfianza con sus grandes ojos claros, para que el día, la mañana, la tarde,
fuesen un poco más armoniosos para Miguel, más llevadera cualquier circunstancia
adversa, mucho menos hostil el mundo y sus problemas… Claro que de
estas cosas nunca pudo hablarle Miguel a ella; era algo así como un juego de
niños, como si él un día le hubiera halado el cabello en el parque del kínder y
luego, otro día, le hubiera regalado él una manzana, sin decir nada, solo
estirando el brazo para que ella la cogiera y pudieran seguir jugando…
Desde
entonces, si sucedía que andaban otros por ahí, se miraban ellos y él le decía:
“Ho-la, Ma-fal-da”, sílaba por sílaba y solo moviendo los labios, para que ella
sonriera y le replicara a la misma usanza, en una como complicidad que a él siempre
le llegaba al corazón: “Ho-la, Ma-fal-do”…
Y a pesar de
que las cosas no pasaron de allí entre los dos, y de que la última vez que
recuerda Miguel haberla visto compartieron un almuerzo en un pueblo vecino
(pero con la informalidad y distancia que imponía en ese momento la presencia
de otro colega terciando en aquel encuentro), ella siguió siendo para él
“Mafalda”, y con este tratamiento procuró Miguel sorprenderla cada día de su
cumpleaños, al menos, durante los tres primeros años desde que él se retirara
del Politécnico, y después, cree recordar, hacia el sexto año de su retiro, enviándole
oportunamente un SMS: “Feliz cumpleaños, Mafalda!”; ocasión en que se ponían
brevemente al día; con ella dándole algunos detalles del instituto o recordando
personas, pero manteniéndose (lástima) a la prudente distancia de quien lo sabe
todo y no está interesada “en nada más”…
Ahora pues
ella se reportaba, tras más de diez años, con ese SMS tan inesperado de una
tarde como otra cualquiera, sin tener ni idea de la profunda alegría que estaba
provocando tantos kilómetros más allá, cuando ella solo había estado revisando
sus contactos en el celular con la intención de borrar aquellos que “ya no estuvieran
vigentes”, entonces vio aquel del “Miguelito” de hacía tanto tiempo y tuvo la
delicadeza de tocar así la puerta: “Mafaldo?”.
En todo
caso, volvieron a conversar un buen rato y a reír un poco (es decir: “jajaja”),
en esa difícil conversación con ella en la que siempre estaba en guardia para
esquivar cualquier galanteo; lo cual, me comentaba convencido Miguel, haría
ella aunque estuviera en Saturno, es decir, con todo un espacio de por medio,
como en esa película de ciencia ficción acerca del primer niño nacido en Marte,
quien se enamora a los 16 años de una terrícola con la que chatea como la cosa
más normal del mundo (de sus mundos), a pesar “del espacio entre los dos”.
Pero fue muy
agradable después de todo saber de ella y sentir esa pequeña comunión gracias a
la otra “Mafalda”, un día más alegre a partir de ese contacto, una tontería pensarían
tantos y sin embargo cuán llena de sentido en otro sentido; un pasaje a algo
indefinible que Miguel lamenta tanto no poder hablar con ella en especial de
otra manera, “de corazón a corazón”, como diría García Márquez, aunque nada fuera posible entre los dos, pero
teniendo el privilegio al menos de que ella le contestara alguna pregunta (en
el entendido de que diez años son suficiente expiación por una equivocación),
algo así como: “¿Te ha pasado alguna vez?”...
Y escucharla o leerla sin que nada le
inspirara desconfianza ni la cohibiera, pues, “al fin y al cabo, solo estamos conversando”,
como trataba de hacerle ver Miguel intentando que no se agotara el entusiasmo
de ella en este chateo tan inesperado tras tantos años, donde ella se iba
haciendo cada vez más parca, cual si se consumiera la llama de una vela en
alguna parte de ese vasto espacio desde donde ella había como susurrado:
“Mafaldo?”, sin imaginar cuán feliz hacía a alguien allá lejos, en otro mundo
de circunstancias, solo por tratarse de ella, tan atractiva aunque solo
vistiera franela blanca y bluejean, como la primera vez que la vio, o como cuando
opinaba entre sus pares tomando la palabra con un conocimiento de causa y una
serenidad de convicciones francamente seductores, como para arriesgarse, cual aquel
impredecible Miguelito amigo de Mafalda, a decirle una vez más por qué se busca tanto
a mujeres como ella en la vida…






