jueves, 23 de mayo de 2019

Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre

Se suponía que este pequeño gato callejero, en parte negro, en parte blanco, que había quedado inesperadamente huérfano por el derrumbe de un edificio o una casa o una pared, algo así, hace ya unos dos años, solo estaría con Yocasta y Aída cuarenta días, mientras se recuperaba además de esa otra herida que lo ha marcado de por vida, la pérdida de su ojo derecho, segunda consecuencia de aquel derrumbe a pocos días de nacido.


Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
Aparte de esto, su veterinaria y protectora, Helena (a quien Yocasta había reconocido por esos mundos de la noche madrileña, rompiendo el hielo con el lugar común homérico cuando aquella dijo su nombre), se encargaría de traerle el alimento y sus medicinas, y ya después le buscaría también un hogar permanente, alguien que estuviera dispuesto a quedarse con un gato tuerto…


A todas estas, Yocasta me confiesa que supo del pequeño gato huérfano y mal herido por una página web llamada “Madrid Felina” (adonde había entrado en verdad buscando a Helena), y allí publicaban una foto bastante impresionante de aquel gatico y su fea herida ocular, para que se comprendiera que necesitaba cuidados especiales, un tiempo prudencial alejado de otros gatos que pudieran incluso matarlo.


El hecho es que aquel gato y su circunstancia fueron ocasión de una acalorada discusión por las redes que involucró a Helena y a una muy hostil defensora de los animales, así que Yocasta, quien había esperado una oportunidad de acercarse mucho más a aquella impresionante mujer de una noche apasionada, veterinaria para más señas, ama a su vez de dos gatos y una perrita (pero tan esquiva inesperadamente), habló con su hermana Aída para adoptar a ese gato en particular y zanjar todas las disputas, es decir, sitiar a Helena con aquel “gato de Troya” (“Tú sabes, una de las mías”, me recalca con su risa pícara), impresionarla con el gesto (“¿En serio, ese gato?”), y después ya se vería qué hacer con el animalito; así que Helena también llegó con sus especiales cuidados para con aquel necesitado y el corazón y tanta piel ansiosa de Yocasta, por una cuarentena al menos.



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
Tras el bíblico intervalo (fundamental para superar todas las tentaciones del desierto, esto es, del desamor…) el gato ya tenía nombre (“Tulipán Negro”) y espacio amplio en el corazón de ambas hermanas, por cierto gemelas y telúricas, nacidas ese mismo día en que estaba cayendo el Muro de Berlín; luego los tres, podría decirse, Tulipán Negro (troyano y cíclope) y las hermosas gemelas (menudas, de piel clara y amplias caderas, cabello oscuro, lacio y abundante) eran consecuencia de dos particulares derrumbes en sus vidas al nacer, y ahora eran tres en el hogar de Madrid tras esa cuarentena tramposa que consolidó los afectos; aparte de constituirse el gato en el puente (o más bien la vía de asalto) para los puntuales chequeos veterinarios de Helena, que bien terminaban en la cama de Yocasta o bien en la bañera de Helena allá en su piso, escuchando a Silvio Rodríguez o a Manuel Serrano y amando hasta el amanecer con una desinhibición total, como si se conocieran de toda una vida, cuando apenas se acababan de encontrar a la entrada de un bar.


Porque de cierto fue así, Yocasta había salido bastante aburrida del bar “Fulanita de Tal” a fumarse un cigarrillo con una amiga, sin haber visto a nadie interesante, entonces vio a aquella mujer de espaldas y se le acercó, susurrándole al oído: “¿Tienes novia?”, “No”, ¿Y cómo te llamas?”, “Helena”, “Ah, Helena de Troya”, y de allí a besarse fue todo uno, allí frente a amigas de la una y de la otra que no entendían qué había pasado así de pronto; después Yocasta sintió la urgencia de la otra en sus senos y nalgas, y enseguida la urgencia de un taxi que las llevara al piso de Helena (“Vivo con dos gatos y una perrita, ¿no te importa?”, y qué le iba a importar eso a Yocasta a esas alturas, en pleno asalto a media madrugada, gozándose con plena confianza y morbo en tanto Silvio Rodríguez cantaba “Ojalá” y “La maza” y “Una mujer con sombrero”…






Y así fue siempre, al anochecer, de madrugada, cual vampiras, pues de día Helena era inaccesible, desaparecía sin dejar rastro ni mostrar reciprocidad, así que Yocasta le escribía cartas de amor unas tras otra, cartas que primero escribía con desesperación en su celular, para luego copiarlas manuscritas y ponérselas en el buzón. De hecho su manera de dimensionar para mí cuánto ha significado esa mujer en su vida es recalcar: “Con ella me dan ganas de escribir”, así que le ha escrito para despedirse ya tantas veces, y también lo han hablado y hasta llorado juntas; porque ya las noches para Yocasta no bastan, las noches ya desesperan de tanta ausencia e indiferencia diurna, así que adiós para siempre; pero entonces el gato requiere cuidados, alguna de las dos da el paso, recordando la cita ya demasiado postergada del Tulipán Negro, y entonces lo llevan al consultorio de Helena o bien Helena viene de visita, veterinaria solícita y ad honorem, que además suma un nuevo juguete para los juegos del troyano cíclope, y a veces otro para el reencuentro de ellas hasta el amanecer.



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre



Y vive con las gemelas el gato en el Barrio de la Concepción, avenida Donostiarra, en un piso de ensueño y cerca de tantos bares que Yocasta siempre vive en otro tiempo distinto al de sus amigos de acá del charco atlántico, seis horas antes que ella, es decir, un montón de cervezas y tapas menos (“lenitivos de la pesadumbre”, como dimos en llamarlos aquí con Gustavo); de modo entonces que Yocasta puede llamarte por celular a altas horas para hablarte desde la dimensión etílica de sus recuerdos (y entonces yo la imagino allá, fumando y bebiendo, tal vez recién bañada y semidesnuda, y con el cabello lacio cayéndole abundante en ese rostro donde la risa es una explosión que le aviva su lenguaje procaz); recordando ella, por ejemplo, un reciente viaje de fin de semana, con otras tres amigas, a Sevilla y Cádiz, sobre todo Cádiz: “Tienes que verla, es hermosa, es distinta, es amable, ¿sabes?…”, lugar improbable donde encontrarse con un paisano merideño devenido en guitarrista flamenco, quien los presentó con la dueña del lugar, una cantaora auténtica de esas que quitan el aliento, de apellido Martínez (como su bar) y que ya al amanecer (la hora en que le daba la gana) se decidió a cantar ese flamenco de la calle (“El que es”, diría Yocasta) para hacerle aún más entrañable Cádiz y prometérmela a mí, así como tantas librerías de viejo por Madrid y cervezas de toda Europa.






Luego, inevitablemente, surge Tulipán Negro en su conversa (“Es un gato demasiado hermoso, lo adoro con locura, ¿sabes?”) a sus dos y tantas de la madrugada, que son mis ocho y tantas de la noche, y por el teléfono escucho un tintineo escandaloso, y es que el cíclope gatuno pues, buscando afecto, ha tumbado una de tantas botellas de cerveza ya vacías; y tras este otro derrumbe, Yocasta me recalca que es un gato con muchos juguetes, que tiene más juguetes que ellas cuando niñas, y que sus preferidos son una mariposa que suena, y una pelota azul autónoma y con luz roja, y una pluma atada a un palito y una luz láser que lo hace saltar con deleite (artilugios que lo apasionan en particular y que son regalos de Helena en su mayoría, así que la troyana anda siempre por ahí en los retozos del gato).


También tiene Tulipán Negro una especie de trono para rascarse, donde gusta de subir a lo más alto para contemplar sus dominios, espacios que también incluyen los hombros de Yocasta, me dice ella riendo y a punto de encender otro cigarrillo (la escucho accionando el yesquero y luego dando su primera aspirada y luego destapando otra cerveza), por ejemplo cuando ella está en el fregador lavando los platos o cepillándose los dientes en el baño; justo en esos momentos el peludo y liviano gato hace alarde de loro pirata y se está en su hombro, o bien en el de Aída (lo mismo da, él las sentirá, digo yo, como la misma persona, o como más amor, ubicuo, al alcance siempre…



Un gato de Troya para que Helena vuelva siempre
A la hora de dormir, las gemelas recrean muchas veces el rito del vientre materno, la impronta ineludible de aquellos nueve meses uterinos, que en otros tiempos, en que andaban separadas por cosas de la vida (me confesaba Yocasta cuando aún estaba por aquí), era necesario recrear cada tanto para equilibrarse, para encontrar sosiego más allá de las palabras, es decir, acurrucarse una junto a la otra cual pequeñísimos delfines en su mar primigenio, seguras, completas; compañía esencial que nunca podrá colmar otra pareja.


Hasta ese lecho primordial de las gemelas se llega entonces el troyano gato Tulipán Negro, buscando ese mismo calor entre las dos para estar completos, sin derrumbes fundamentales (“si el oxímoron es tolerable”, como diría Borges), esto es, aquellos que llegan con cualquier otro desamor o tentación, cuarentenas en los desiertos.


Y por Helena también retoza y espera el gato, por sus cuidados y esa otra pasión que desde siempre ha rebasado cualquier límite; aunque después se aleje ella sin mayores explicaciones, sin contestar llamadas ni mensajes (sus tantos muros) e inspirando cartas de amor de un adiós definitivo (alguna de las cuales me leerá Yocasta una de estas madrugadas madrileñas en tanto fuma y bebe otra cerveza, y en tanto el gato busca el cariño de su mano, permitiendo siempre el pasaje, el rescate de las hermosas).

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“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los ...