viernes, 26 de abril de 2019

Veinte mensajes de texto y una nota de voz desesperada


-Yo podría bailar ese sillón -dijo Isadora [Duncan].
 
 Julio Cortázar

Gustavo, Víctor y Miguel habían pasado la noche de bar en bar procurando conjurar tres despechos de diferentes intensidades, aunque el “guayabo” de Miguel era un caso grave, extremo, sin correspondencia sustancial de la esquiva bienamada (perseguida durante muchos años) más allá de dos recientes, sorpresivos e intensos besos fugaces y un breve mensaje de texto esperanzador en el cual, al menos, le confirmaba ella que él no era un iluso, “un caído de la mata”, que la “tenía de cabeza” con lo que le escribía, pero…


Y tras ese pero había que sobrentender ciertos impedimentos familiares, además de un compañero de ella, celoso enfermizo y en “cuarentena”, aunque “el mejor hombre que tendría nunca”, en fin; de manera que Víctor y Gustavo, menos despechados en apariencia (el uno vivía un amor virtual con el océano Atlántico de por medio, pero la lejana aseguraba amarlo y estar desesperada por el regreso; el otro vivía una pasión con altas y bajas, donde la temperamental bienamada podía pasar de tres noches de pasión y mimos por doquier a ausencias prolongadas de un mutismo incomprensible...), Víctor y Gustavo, decía, andaban esa noche triste tratando de hacerle ver al malquerido Miguel que lo mejor era dejar las cosas quietas por un tiempo, no insistir tanto, no llamarla, no escribirle, en espera de que ella, el día menos pensado, se reportara, pues las mujeres son así, ellos tenían experiencia…


Y es que los mensajes de texto de Miguel, profusos y extensos, poemas de otros muchas veces (Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta./ Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.), ya iban por veinte, esto es, como decir mil y uno, innumerables en aquella ronda nocturna para cuando los tres despechados decidieron darse también una vuelta por un lupanar, pero no para desahogar las ganas en otros cuerpos “y en otras bocas”, sino para ver, como se dice, “los toros desde la barrera”, sin tomar partido más allá de una conversa, entre pícara y gentil, con alguna de aquellas damas que se acercara, dando su nombre “artístico” y detalles de una vida privada demasiado ideal, donde hasta era posible ingresar, cualquier día, como amigo invitado y degustar alguna de sus virtudes culinarias, la verdadera pasión de aquella anfitriona: “Ustedes van a ver”…


El hecho es que en medio de estos escarceos con las mariposas de la noche, Miguel seguía abstraído escribiendo un mensaje de texto tras otro, perdido en la esperanza de que ella respondiera: “Te espero”, cuando una de aquellas damas lo tomó dulce e inesperadamente de la barbilla y mirándolo fijamente le dijo: “¿Por qué no le envías un mensaje de voz?, quién sabe...”, después se fue, no sin dejar de voltear una vez más para guiñar un ojo “a quien corresponda”.


Gustavo y Víctor no paraban de reír y palmotear al afortunado distante, quien por eso mismo se había hecho más notorio ante aquella joven beldad que había conversado un buen rato con sus amigos; así que él lo interpretó como la señal que buscaba, el oráculo de los dioses propicios. Entonces agarró su celular, tomó distancia de aquellos entrañables contertulios y se fue a un oscuro rincón para ver si su voz obraba el milagro, la hacía girar todas sus llaves.


Se estuvo él por allá en aquella penumbra tanto como su desesperación se lo exigió y después se vino a terminar una cerveza ya tibia, después vino otra y otra y otra, hasta que volvió a acercarse aquella belleza del cálido consejo: “¿Y entonces, qué tal?”… Él suspiró hondo, tomó un sorbo más y tuvo que reconocer que “nada”, convencido ya muy en el fondo de que aquel silencio era más que elocuente, sin importar que fueran las tres de la mañana: ella sí lo había escuchado, pero se había vuelto a dormir, lo imaginaba claramente.


La mariposa nocturna, que decía llamarse Tania, volvió a mirarlo fijamente, acercando su cara hasta donde podría pensarse en un beso y dijo: “Entonces no es, déjalo…”. Justo allí la anunciaron para que ocupara su lugar en la pista y bailara para todos; los tres despechados ya estaban por irse, pero les pareció descortés no quedarse para admirar las habilidades de aquella que en mucho los había consolado.





Y los tres se acabaron su última cerveza reconociendo la indiscutible belleza de Tania e imaginando tantas cosas con Tania donde nada importara el dinero; y Miguel en particular admiró aquel baile sensual como si ella le estuviera bailando la pena, conjurándola, despachándola, mandando sus insistentes mensajes de texto y aquel desesperado de voz justo a la papelera de reciclaje, muy lejos del corazón.

jueves, 11 de abril de 2019

Las olas de Hokusai


“algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad
en una permanencia…”

Julio Cortázar

Ahora que tengo un teléfono “inteligente” y que comienzo a contactar a mis amigos por el mundo vía WhatsApp (Alejandro, Andreía, Víctor…), Sebastián, quien aún anda por aquí, me señala que todavía no he escogido una imagen para mi perfil, y lo hace de tal manera que me hace sentir que estoy “atrasado” en gran medida, que no me ajusto al ritmo de los tiempos, o sea, ¿qué te pasa?, en fin…


Y sucede que sí había estado yo pensando en ello, y hasta tenía reservadas en la “memoria” ciertas imágenes relacionadas con el minimalismo (de alguna manera debo ser distinto), ya que de plano estaban descartadas “selfies” y fotos familiares, y me decantaba por alguna poderosa imagen del grabado japonés, del ukiyo-e, es decir, Hokusai o Utamaro (ese Utamaro que recuerda Juan José Arreola, rotundo y sugerente: “…el observador atento se detiene al ver que los carabaos parecen dibujados por Utamaro”), pero sobre todo Hokusai.




Empecé entonces con lo de las imágenes minimalistas y he allí que me encuentro con una clásica taza blanca para café, sobre fondo azul, donde estaba a punto de desbordarse aquella famosa ola crispada y amenazante de Hokusai, y claro, en nuestros recuerdos también sigue ahí el Monte Fuji al fondo como otra ola blanquiazul, solo que enhiesta, firme, al igual que los pescadores en sus balsas tendiendo a lo vertical en el vaivén marino.


Pero seguí esperando, dudé, tal vez no me expresara lo suficiente con esta taza, tal vez fuera muy banal, algo por el estilo, debo haber pensado desacralizador (ahora lo reconozco), en mi falta de confianza hacia la expresividad incuestionable de Hokusai, ya advertida por ese ilustrador minimalista llamado Ross Robinson, quien escogió, con mucho tino, la cotidiana y estable taza blanca de café para unirla a la agitada ola mítica nipona de quien a sí mismo se llamaba “el viejecillo chiflado por el dibujo” (Gaukaio Rojin), y darle así otro sentido, ese del frágil encuentro entre estabilidad y agitación, pero siempre con Hokusai teniendo la última palabra desde ese Monte Fuji impertérrito allá al fondo de la tormenta.


Todo esto lo pensé después de ver la nueva imagen del perfil de Juan, mi hijo (quien anda en México, por Monterrey), y quien había sustituido una jovial foto suya, junto a dos compañeros de trabajo, por cinco muy minimalistas semicírculos negros. Esto fue una sorpresa para mí, que cambiara la imagen propia (que por esos días yo había mostrado nostálgico a unos colegas) por un símbolo estético, que de inmediato quise agrandar y detallar, solo para toparme atónito con aquellas mismas olas de Hokusai en esencia, es decir, todo inicia con un semicírculo negro, cual cuenco estable, para luego pasar a otro donde comienza a levantarse la ola, que ya en el tercero se yergue casi al desborde, luego vuelve a empequeñecer en el cuarto, y ya el quinto semicírculo es de nuevo la estabilidad.


Esa fue para mí la señal entrañable, un mensaje desde otra dimensión entre mi hijo y yo, que vaya uno a saber por qué circunstancias de nuestras particulares vidas andamos ahora necesitados de expresarnos desde Hokusai y sus olas crispadas. El hecho es que yo procedí de inmediato, sin dudas ya, a colocar la taza y su ola en mi perfil, y casi de inmediato recibí un mensaje de mi hijo definiéndola como “brutal” (es decir, sorprendente), sin saber él entonces que era el verdadero inspirador de mi elección definitiva, quien me había revelado su pertinencia. Por su parte agregó que esos semicírculos los había encontrado en Instagram y que le habían gustado no sabía por qué, sin saber de Hokusai.




Y acto seguido pasé yo a hablarle de Hokusai y de aquella famosa ola entre tantos famosos grabados de las no menos célebres vistas del Monte Fuji, algo que él no conocía, pero que de inmediato, caminando por allá en la avenida Benito Juárez, rumbo a su trabajo como chef de sushi (cosas de la vida), googleó para sorprenderse a su vez con uno de los más grandes artistas de la humanidad, y reconocer que ambos, él y yo, compartíamos una fascinación particular por Japón; aunque a él todavía le falta aprender a jugar el “Go” (le respondía yo retador, una vez más), ese juego de mesa que los japoneses instituyeron como otra de las artes que debía dominar un samurai (y que los chinos concibieron sencillo y profundo a un tiempo y llaman “Weichí”, y que los coreanos revolucionaron osados y llaman “Baduk”), un juego minimalista en suma.




En el proceso de compartir estas cosas, yo le pasé la imagen de la ola de Hokusai, de la cual él ya se imagina un tatuaje "brutal", reconociendo de paso que también sintió aquello de una señal, de un mensaje para ambos en todo esto, por lo que la ola crispada ya es un “fondo de pantalla” mutuo, una cercanía, una clave de algo que ya entenderemos en lo íntimo uno de estos días, quizás, pero que en todo caso nos une, nos conmueve, nos acerca desde la contemplación, allá en el fondo, de una montaña enhiesta, firme, calmada pese a la tormenta, es decir, la distancia.


jueves, 4 de abril de 2019

De salamandras, delfines australes y citas extraviadas




En alguna página de su Vida, Benvenuto Cellini cuenta que, a los cinco años, vio jugar en el fuego a un animalito, parecido a una lagartija. Se lo contó a su padre. Este le dijo que el animal era una Salamandra y le dio una paliza, para que esa admirable visión, tan pocas veces permitida a los hombres, se le grabara en la memoria.
 El Libro de los Seres Imaginarios
J. L. Borges
(Este epígrafe es en verdad una posdata, un traspié mío entre dos relecturas siempre asombradas)



A propósito de algún sorprendente comentario de Julio Cortázar, entresacado de cualquiera de sus variopintos textos, bien en La vuelta al día en ochenta mundos, o bien en Último Round, uno se queda, un día entre los días, con la que podría constituirse a futuro en una apropiada cita textual, o en último caso con una poderosa imagen literaria para compartir con los entrañables contertulios de la vida, que también aman los libros y la poesía, y escriben por necesidad vital.


Entonces uno les refiere, caminando a tomar otro café o brindando con la tercera cerveza, aquello que cuenta Cortázar sobre un niño que mirando el fuego de la chimenea ve a la mítica Salamandra correteando viva y sin daño, y acto seguido llama la atención de su padre para que él también la vea; el padre ante aquel prodigio del cual su pequeño ha sido privilegiado testigo, decide castigarlo, es decir, hacer algo inusitado de tal manera que el niño jamás pueda olvidar aquel milagro que solo a unos pocos es dado presenciar.


Hasta aquí todo bien, sin embargo, sucede que ese niño no es cualquiera, es un artista, y como tal (hasta donde creo recordar, vaya memoria la mía) lo refiere Cortázar, pero sucede también que uno, justo ahora, no puede precisar ese nombre exacto, así como tampoco recuerda uno en qué particular escrito de Cortázar se encuentra esa referencia como apropiado ejemplo de una de sus tantas e iluminadoras reflexiones sobre lo fantástico o la poesía o cualquier otro asunto cronopiano; esto es, no se nos ocurrió subrayarla, poner un signo de admiración justo allí, ya que los misceláneos libros de Cortázar abundan en tales gemas, pero sin que el título del texto sea una pista segura ni tampoco el tema, pues tales comentarios surgen luminosos y profusos en sus escritos de reflexión literaria y se ocultan luego como el pasar de una luciérnaga.


Y justo me percato de esto cuando mi entrañable amigo Alejandro, quien anda ahora por la Patagonia chilena, en Puerto Montt, me cuenta que se acordó de mí hace poco, hará ya unos cuatro meses, por algo que yo le había contado alguna vez. Aconteció entonces que paseaba él una tarde con su hijo Gustavo a orillas de una fría pero hermosa playa del Pacífico, venían de un concierto de Jazz, que resultó muy estimulante y apropiado para lo que ambos intentaban conjurar con aquel paseo: la tristeza por una pronta separación que mucho los había hecho llorar juntos y a solas, ya que el muchacho se iría pronto a pasar las vacaciones de diciembre con su madre, quien desde hacía años también andaba por la Patagonia, lo cual implicaba asimismo una mudanza completa para aquel pre-adolescente, lo uno por estudios y lo otro para darse la oportunidad (madre e hijo) de una convivencia formal y cotidiana, tras una prolongada ausencia materna en verdad nada comprensible.





Así llegaron a uno de esos emblemáticos cafés colombianos en un mall de la costanera, desde el cual se apreciaba, como un bálsamo, el ocaso marino y una pequeña isla cercana. Allí  recalaron pues para comerse algo y endulzar el momento, y olvidarse sobre todo un rato del incómodo asunto (“Pasarle de largo a la depresión”, diría Alejandro), y en eso estaban cuando Alejandro ve a lo lejos, allá en el mar, a un grupo de delfines australes saltando en las olas, él me dice que en su mente no sabía cómo llamarlos, si se les decía “rebaño” o “cardumen” o “manada”, pero el hecho es que ante aquel milagro, ante semejante privilegio de quizás más de treinta delfines australes (años atrás habituales, pero ahora bastante diezmados) pasando justo allí, a pocas brazadas, no se le ocurrió otra cosa que darle un fuerte empellón a su hijo [lo más parecido a un “castigo” (“un coñazo”)], quien por entonces no se había percatado de nada y estaba absorto en cualquier cosa intrascendente (como esa de irse a vivir con su madre, tal vez), para que viera aquel prodigio, tantos delfines como nunca en su vida habían visto, una manada austral haciendo que la tarde tuviera otro sentido, al menos uno distinto a la tristeza, una comunión, un conjuro aún más propicio contra todo aquello que tantas veces pretende separarnos de los reales afectos.


Esto me lo cuenta Alejandro, y claro, me recordaba él porque alguna vez yo le conté lo de aquella salamandra en el fuego y aquel niño inocente (nada mentiroso ni malcriado) recibiendo una paliza o algo así para que jamás olvidara aquel momento sublime, es decir, me remitió a Cortázar y a esa cita literaria que ahora ando buscando con lupa entre sus libros, con la intención de ponerla como epígrafe oportuno de esto que voy escribiendo, pero nada, y sobre todo cuando ya mi búsqueda se ha desbordado infructuosa hasta su misceláneo libro póstumo Salvo el crepúsculo, y ahora va por una más estricta (y siempre asombrada) relectura de La vuelta al día… y Último Round, tomo por tomo, pero nada todavía.


En todo caso, les aseguro que por allí anda esa hermosa imagen literaria y que más temprano que tarde daré de nuevo con ella y plantaré allí mi bandera, ahora sí, con subrayados y notas al margen, pues ahora tiene un sentido aún más profundo para mí, que me remite a una conversación de amigos donde le hablé a Alejandro de aquella particular Salamandra cortazariana, justo para que él la recordara allá frente al océano Pacífico en compañía de Gustavito; todavía de seguro con los acordes de un balsámico Jazz musicalizándoles los sentimientos, mientras aquella manada de delfines australes, tan cercanos, tan amigables, tan comprensivos desde su inusual y numerosa presencia, les hacía más llevadera la congoja y nada amargo lo porvenir.    





martes, 2 de abril de 2019

La pequeña totuma del General


Se dice que cierta mañana, inesperadamente, durante las batallas independentistas, llegó a una apartada choza un muy bien ataviado soldado, sin duda, un oficial de alto rango. Venía solo y había dejado su brioso caballo pastando a orillas de una quebrada.




Hacía frío esa mañana, y el inusual visitante llegaba también enfundado en una gruesa capa, pero usando un sencillo sombrero de cogollo. Los dueños del lugar, que se disponían a beber el café, salieron presurosos a recibir a quien, no dudaban, era un importante miembro de los ejércitos criollos y, tal vez, necesitado de ayuda, tal vez herido.


Pero no, aquel hombre caminaba con seguridad y les sonrió diciendo: “Sentí el aroma del café mientras cabalgaba y me gustaría probarlo”. Era una pareja de ancianos zambos que se azoraron mucho por no tener una taza digna de él, así que le dijeron: “Excelencia, perdone, no tenemos en qué servirle”. Y él les respondió cordial: “Basta con una totuma”. Y así aquel oficial pasó a sentarse en el mejor taburete de aquella choza, a petición de los ancianos, y sin decir mayores palabras, comenzó a paladear con gusto aquel café de los caminos.




Los tres bebieron en silencio viendo el relumbrar del fogón y disfrutando de su calor, como viejos familiares, como padres junto al hijo amado. El caballo relinchó fuera y todos volvieron en sí, tras los últimos sorbos de la oscura infusión con papelón. Entonces, el oficial se incorporó, les devolvió la pequeña totuma, aún tibia, para luego sacar de una pequeña bolsa de cuero varias monedas de oro con que les agradeció el gesto.




Después salió al descampado, se volvió a ajustar su sombrero y les dijo afable: “General Bolívar, a la orden”. Este encuentro fue referido una y otra vez por los ancianos, hasta sus muertes, y la pequeña totuma fue atesorada como un cáliz de oro, hasta que se hizo polvo y leyenda.

Otra Mafalda que anda por ahí

“casi nunca he aceptado el nombre de las cosas (…), no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los ...